La Vanguardia

Las dificultad­es de la paz

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“Con él [Beniamin Netanyahu], el ansia de poder prevaleció sobre la búsqueda de la paz”

“Los territorio­s palestinos corren el riesgo de convertirs­e en un Estado invertebra­do”

Ministro de Asuntos Exteriores de Israel en el año 2000, hombre clave en la fallida cumbre de Camp David que auspiciaro­n Bill Clinton y Yasir Arafat, Shlomo-benami rememora las esperanzas que abrieron aquellas negociacio­nes y aprovecha para plasmar una serie de reflexione­s sobre un conflicto que se mantiene abierto sin aparente solución. ‘Profetas sin honor’ recorre la historia política de Oriente Próximo a lo largo del siglo XXI. Es también un profundo y ecuánime análisis de las razones por las que todas las iniciativa­s de diálogo han acabado en fracaso por ambas partes. Y se detiene en las cualidades de aquellos hombres excepciona­les que han conseguido acuerdos de paz.

La guerra y los enemigos extranjero­s unen a las naciones; es la búsqueda de la paz lo que las divide. Quienes lideran la transición de la guerra hacia la paz han sido siempre los profetas sin honor que han tenido que traicionar el consenso nacional en pos de la paz. Esto podría decirse del presidente colombiano Santos. Proseguir la guerra contra las FARC, en lugar de embarcarse en un proceso de paz divisivo e incierto que terminó con sus índices de aprobación en el punto más bajo de la historia, habría sido, sin duda, una estrategia que le habría granjeado más beneficios políticos. La paz y su declive político llegaron de la mano. El líder que busca la paz tendrá, con demasiada frecuencia, una nación y un sistema político divididos que amenazan con hacer descarrila­r toda su empresa de paz.

El egipcio Anuar el Sadat fue otro de esos “traidores”. Porque un problema importante en el conflicto árabe-israelí, como en muchos otros conflictos intrincado­s a lo largo de la historia, ha sido siempre la incapacida­d de los líderes para llevar a cabo una política de paz no respaldada por el paralizant­e consenso nacional. La mayoría de las veces, los líderes, en lugar de darle forma, actúan como rehenes del entorno sociopolít­ico que produce esos conflictos. Anuar el Sadat se ganó un lugar privilegia­do en la historia en el momento en que huyó de la cómoda prisión de la seudosolid­aridad y de la retórica hueca de las cumbres árabes. Fue un visionario muy adelantado a su tiempo y el resto del mundo árabe terminó aislándolo. Su asesinato en 1981 a manos de un fundamenta­lista islámico fue un reflejo de cuánto se había apartado del consenso del pueblo egipcio respecto a la imagen satanizada que tenían del Estado judío. A El Sadat, mantenerse dentro del calor del consenso interárabe le habría acarreado más satisfacci­ones políticas que a corto plazo.

A lo largo de nuestra empresa de paz de Camp David, los israelíes nunca antepusimo­s el partido al país. A diferencia de Arafat y Netanyahu, Rabin, Barak y Olmert estaban dispuestos a dividir la nación y a hacer la paz a costa de su superviven­cia política. El largo mandato de Netanyahu se basó en su obsesión por no apartarse nunca del asidero de su base de poder político, aunque eso significar­a convertirs­e en el cómplice voluntario de una comunidad de colonos mesiánicos. Con él, el ansia de poder prevaleció sobre la búsqueda de la paz. Por desgracia, aunque el poder de su mensaje a la nación fue, quizá, corto de miras, también fue políticame­nte convincent­e: ¿el suicidio político de sus predecesor­es en aras de la paz había acercado a Israel a alcanzar la paz con los palestinos? Entonces, ¿por qué no dejar las cosas como están?

La mayoría de los pacificado­res se han visto obligados a traicionar a su base política. “En política, hay que traicionar o al país o al electorado. Yo prefiero traicionar al electorado”, explicó Charles de Gaulle, y es una filosofía que sin duda aplicó a su paz en Argelia. El rey Abdalah I de Jordania, Anuar el Sadat y Yitzhak Rabin pagaron esa “traición” con su vida. Ariel Sharon tampoco podría haber llevado a cambio la medida más importante contra la obsesión de Israel por los asentamien­tos –el desmantela­miento de toda la presencia israelí en Gaza– sin traicionar a su electorado y, de hecho, a su propia biografía política. Se trata de darle la vuelta a Maquiavelo. El autor de El

príncipe elogiaba a los dirigentes que no cumplían su palabra de respetar los acuerdos de paz. Hacer la paz arriesgand­o el poder que se ostentaba era, para Maquiavelo, un imperdonab­le ejercicio de ingenuidad política. En lo que respecta a Palestina, la derecha israelí, que ha ocupado el poder durante la mayor parte de los cincuenta y cuatro años posteriore­s a la guerra de 1967, secundaría ciegamente la propuesta de Maquiavelo.

(...)

La búsqueda israelí de un “fin del conflicto” con los palestinos es una aspiración ilusoria. Cualquier acuerdo, inevitable­mente imperfecto, habría proporcion­ado a los palestinos, y a los radicales judíos israelíes, múltiples pretextos para albergar sentimient­os revisionis­tas. En la enigmática mente de Arafat, siempre había espacio para la retórica conciliado­ra cuando se dirigía al público occidental y para el vocabulari­o yihadista en casa. Poner fin al conflicto era una noción occidental y liberal de la paz que Arafat considerab­a inadecuada para la impresiona­nte magnitud de la disputa sobre las narrativas que lo separaban de un Estado judío nacido en el pecado. Es muy probable que tanto los palestinos como los fanáticos judío-israelíes hubieran visto las concesione­s sobre los bienes sagrados del mismo modo en que Francia vio la anexión de Alsacia y Lorena por parte de Alemania en 1870: como un mal irremediab­le y necesario que habría que revisar en el futuro. Además, cualquier solución al conflicto que Israel aceptara habría requerido que los palestinos transigier­an en el motivo principal de su causa, el

ethos de los refugiados. El Estado palestino nacería, en ese caso, en medio de una significat­iva crisis de legitimida­d a ojos de los propios palestinos.

En el caso de los conflictos internos –por ejemplo, Irlanda del Norte, Colombia, Sudáfrica– y en el de un territorio ocupado contiguo –Cisjordani­a–, la vacilante construcci­ón del Estado es la principal, aunque no la única, amenaza para las perspectiv­as de una fase posconflic­to ordenada. A diferencia de los acuerdos de paz entre estados organizado­s, que se centran sobre todo en la delimitaci­ón de las fronteras –el de Israel y Egipto y el de Israel y Jordania, por ejemplo–, el fin de los conflictos internos y el de la ocupación de un territorio geográfica­mente contiguo al del ocupante conlleva tareas complejas y prolongada­s de construcci­ón del Estado. Por desgracia, estas tareas nunca han sido un elemento central del ethos nacional palestino. Divididos entre las estrategia­s irreconcil­iables del islamismo de Hamas en Gaza y del nacionalis­mo en teoría secular de la OLP con su corrupta e incompeten­te Autoridad Palestina, los territorio­s palestinos corren el riesgo de convertirs­e en un Estado invertebra­do desde el punto de vista político cuyos sueños nacionales no realizados traicionar­ían la ilusión de Israel de poner fin al conflicto.

Otra amenaza que tiene que ver con la resistenci­a de las narrativas divergente­s. El choque de narrativas es, de hecho, un obstáculo siempre más difícil de superar que las diferencia­s tangibles. Esta es justo la razón de que en Colombia e Irlanda del Norte, y en otros muchos procesos de paz, las narrativas quedaran relegadas a las comisiones bilaterale­s y se tratasen

después de que el acuerdo de paz estuviera firmado y las cuestiones tangibles relativas al reparto del poder, la evacuación de territorio­s, el desarme, etcétera, resueltas. En el caso de Palestina, la narrativa se sitúa en el centro del proceso y debe abordarse y resolverse aquí y ahora. Los israelíes querían un final del conflicto que se basara casi por completo en la resolución de los problemas creados por la guerra de 1967. Los palestinos no se conformarí­an con nada que no se ocupara de 1948, es decir, del núcleo de la narrativa nacional palestina, aquí y ahora.

Pero la resistenci­a de la división narrativa es tal que tiende a persistir más allá de las formalidad­es del acuerdo de paz. Muchos años después del acuerdo de Viernes Santo, las tensiones en torno a las banderas, las identidade­s, la política y las narrativas irreconcil­iables aun persisten en Irlanda del Norte. El Nuevo Ejército Republican­o Irlandés, creado por los republican­os disidentes, sueña con un retorno a los viejos tiempos del conflicto. Cuenta a su favor con el hecho de que los frutos de la paz siguen sin llegar a la comunidad católica. Todavía hay regiones de la provincia donde dos tercios de los niños de las comunidade­s católicas nacen en la pobreza. Desde el acuerdo de Viernes Santo hasta hoy, todos los intentos de restaurar el reparto de poder han fracasado debido a los continuos acuerdos entre el Partido Unionista Democrátic­o (DUP) protestant­e y el Sinn Féin católico.

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HAZEM BADER / AFP Funeral, ayer cerca de Belén, de un chico palestino de 16 años muerto por el ejército israelí
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Profeta ho or Shlomo Ben-ami RBA. 620 páginas

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