La Vanguardia

Trenzas de gloria

- Joana Bonet

No podía ser otro tema el que coreara Michelle Obama junto a Bruce Springstee­n: Glory days . A sus 59 años, ahí estaba la primera dama más expresiva de la historia de América, la descendien­te de esclavos que fruncía el ceño mientras plantaba lechugas en la Casa Blanca, la que se marcaba bailes con sus poderosas caderas de diosa. ¡Tan segura la creíamos en su piel y su papel! No metía las narices en el despacho oval, pero resultaba solvente en sus discursos. Intentaba desidealiz­ar el poder e incluso el amor; claro que a su marido le apestaba el aliento por la mañana aunque fuera el líder, afirmaba. En cambio, algo iba mal y se trataba de uno de los problemas filosófico­s determinan­tes para las mujeres, y más si son negras: el cabello.

Porque si bien el país parecía preparado para tener un presidente negro, no lo estaba para su pelo rizado y denso, le confesó a Ellen Degeneres. Distraería del foco, y decidió alisárselo durante ocho años. Ser una negra con melena de blanca. Lucir una corona impostada a fin de suavizar su apariencia racializad­a. Porque todavía hoy, mostrarlo al natural, es percibido algo sucio, pues representa una poderosa forma de control y opresión negra. Lo analiza bien Emma Daribi en No me toques el pelo (Capitán Swing), y cuenta que una estudiante de trece años, Zulaikha Patel, se negó a domarse sumisament­e el pelo e inició una protesta en una escuela privada de Pretoria. Perdió la batalla, demasiado joven, demasiado sola a pesar de vivir en África.

Al iniciar la gira de su libro Con luz propia (Planeta), Michelle apareció con peinados africanos. En su relato, confiesa que se desmoraliz­ó durante la pandemia, hasta que aprendió a tejer. Que se centró en lo pequeño para volver a pensar en lo grande. Y dejó de torturar el pelo, lo liberó y recuperó su verdadera corona. En sus días de gloria.

Michelle Obama creyó que EE.UU. no estaba preparado para su pelo afro

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