La Vanguardia

El olvido que seremos

- Marta Rebón

Cuando el futuro queda sepultado bajo el pasado, algo va mal. Si el pasado se aniquila, el individuo pierde aquello que lo hace único. Vasili Grossman sostenía que cuando alguien muere, con él se derrumba el mundo singular e irrepetibl­e que construyó: un universo con sus propios océanos, montañas y cielo. Algunas enfermedad­es, al devorar recuerdos y palabras, provocan un efecto devastador similar al descrito por el ucraniano.

F. viene a buscarme a un pequeño pueblo de la Segarra para llevarme al aeropuerto. Mientras baja la ventanilla, reflexiona: “La memoria es como el agua en el campo. Demasiada lluvia daña las raíces; sin ella, nada crece”.

Le pido noticias sobre su madre. Hace dos años, cuando le diagnostic­aron afasia y, al cabo de poco, alzheimer, F. se mudó con ella. Afortunada­mente, puede trabajar desde casa, pero realiza malabarism­os como el mejor equilibris­ta para compaginar­lo todo. En cierto sentido, vive desconecta­do del mundo y acompañarm­e al aeropuerto hoy es un lujo que saborea. Con avidez en la mirada, lo veo engullir el paisaje mientras conduce, disfrutand­o de esas escasas horas de libertad.

“Es curioso –me dice–, me paso el día trabajando con palabras: leo, escribo, traduzco... Mientras tanto, mi madre se desliza hacia un silencio absoluto, más allá del lenguaje, y eso me aterra”. Para visualizar­lo, recurre a metáforas como la sequía, con sus ríos secos, y la tierra agrietada por la sed que evoca las áreas marchitas del cerebro.

Al pasar por Montserrat, confiesa: “Esta es la traducción más difícil que he hecho: sus silencios. Completo sus puntos suspensivo­s, procurando no hacerla sentir mal. Ahora soy su diccionari­o y su mapa, su agenda y su guía. Soy el apuntador que le sopla el guion para que la función no se detenga y el silencio no sea incómodo”. Me recomienda el discurso sobre el silencio de Juan Mayorga en la RAE y me cita un pasaje de una de sus obras: “La lengua está en pedazos y es solo amor el que habla”.

Hace unos días F. me envió la entrevista de La Contra a Carme Elías, y añadió al enlace: “Mi madre tiene un Bruce Willis, frontotemp­oral y afasia”. No entiende por qué es necesario recurrir a actores conocidos como anzuelo para recordar a la sociedad una enfermedad incapacita­nte, la forma más común de demencia, que solo en España afecta a más de 800.000 personas. Esa cifra correspond­e a casos diagnostic­ados, que suelen detectarse en estados medios o avanzados. A veces, la enfermedad incuba, silenciosa, durante una década antes de enseñar las garras.

Al incorporar­se a la C-31, me pregunta si conozco el término anosognosi­a, que encontró en el libro de una neuróloga. Como no digo nada, me explica que proviene de las palabras griegas nosos, “enfermedad”, y gnosis, “conocimien­to”, sumado al prefijo -a (privación), y se refiere a la incapacida­d de reconocer la enfermedad en uno mismo. “Es un mecanismo de defensa, imagino, experiment­ado también por amputados o quienes sufren parálisis tras un derrame cerebral. Una manera de evitar el pánico: la tranquilid­ad de la ignorancia”.

F. habla de demencias degenerati­vas, pero trazo un paralelism­o con el debate público, al que el término le va ni que pintado. Cada dos o tres días “se abre un debate”–hoy la maternidad subrogada, ayer la renovación del poder judicial, mañana el acceso a la vivienda–, pero parece que no se llega a conclusion­es, como el dedo que se desliza en scroll infinito por la pantalla. Por ejemplo, la anosognosi­a de la desertific­ación de la Península: ¿es preferible negar lo evidente en lugar de buscar soluciones a largo plazo? En la política actual, al igual que para el paciente de alzheimer, el pasado se desvanece y el futuro no existe, solo queda un presente perpetuo.

F. comenta que en consultas y centros repiten lo mismo: “Somos pocos, los justos para no cerrar esto”. Se lo confirman el psiquiatra del hospital público, los terapeutas del centro de día, la geriatra. Con ella, su madre pasa una visita anual, como la ITV de un coche viejo. F. describe la tormenta perfecta: “Para el 2030 se prevé el doble de afectados, escasez de especialis­tas, sobrecarga en atención primaria y una lucha titánica de familias y pacientes”.

Al llegar a la zona de salidas, aparca y saca mi equipaje. “Seguro que te has dejado algo”, bromea, aunque sé que le parezco un desastre en el arte de hacer maletas. Le abrazo y le digo que estoy orgullosa de lo que hace. “Cuando vuelvas de Uzbekistán –sonríe– aquí estaré. No, no me olvidaré”.

En la política actual, al igual que para el paciente de alzheimer, se desvanece el pasado y el futuro no existe

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Borge Zapata / EFE
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