La Vanguardia

El síndrome Gerry Durrell (2)

- Julià Guillamon

Nuestras larvas del madroño han estado viviendo en casa desde finales de octubre. Pau recuperó de un madroño que peligraba tres gusanitos y un huevo minúsculo. Los bautizamos Tomàs, Olga, Josep M. y August. Cuando estaba a punto de realizar la muda, Tomàs murió parasitado. Pero los otros tres –August nació entre nosotros– han ido creciendo, primero en el balcón, donde plantamos un pequeño madroño en una maceta, protegido con cartón y tela mosquitera y –cuando ya casi se lo habían zampado– en otro mayor bajo una gran estructura protectora, para evitar los ataques de los pájaros. Cuando empezaron las heladas entramos a casa este segundo tiesto, sin la caja, y ha sido una distracció­n magnífica. Les hemos visto devorar las hojas empezando por la punta, con largas pasadas hasta el peciolo. Hemos descubiert­o que les gusta comer de noche: abandonan la hoja donde pasan el día y buscan otra, que desaparece en un momento. La hoja que les sirve de casa y el camino de ida y vuelta por las ramas quedan cubiertos de un hilo blanco. La muda es impresiona­nte. Se sacan la piel como quien se saca un abrigo, y les cae la cabeza, como si fuera una careta.

El día que Olga empezó a retorcerse en una rama, en forma de herradura, pasamos horas observándo­la. Fue una transforma­ción tranquila. Quedó colgada por detrás, de un punto muy sólido. La crisálida tiene color de guisante y transparen­ta un poco: se adivinan los nervios de las alas. Josep M., en cambio, vivió el paso a su nuevo estado con desazón. Empezó a subir y bajar por las ramitas del madroño, a las que casi no quedaban hojas. Levantaba la cabeza, la movía de un lado a otro, y retomaba el camino. Tenía la manía de ir a la rama donde estaba la crisálida de Olga. Sufríamos, sobretodo Pau, que ha dedicado horas y horas a cuidarlas y contemplar­las. Yo le tranquiliz­aba: “¡Imagínate cómo estarías tu si fueras un gusano, notaras que te empieza a pasarte algo, no sabes qué tienes y es que te estás transforma­ndo en mariposa!”

Nos fuimos a cenar y cuando regresamos al despacho –perdido para la literatura y ganado para la ciencia: hace días que escribo en el comedor para no molestar a los bichos– Josep M. había desapareci­do. “¡Falta una larva!” La encontré en el suelo. Bajó del árbol y caminó más de un metro. Me han contado que casi nunca crisalidan en el árbol nutricio: buscan otro más espeso, protegido y seguro. A veces recorren grandes distancias. La colocamos en una rama, lejos de la crisálida de Olga, se enroscó y formó la herradura. A August le sorprendí en plena transforma­ción. Fijó la parte trasera en una ramita y empezó a moverse, como cuando te quedas atrapado en un jersey que no te pasa por la cabeza. Se fue arremangan­do la piel y de debajo salió la crisálida. Con un último esfuerzo hizo caer la piel arremangad­a y la cabeza de la última muda. Ya tenemos tres crisálidas de mariposa del madroño en mi antiguo despacho.

Casi nunca crisalidan en el árbol nutricio: buscan otro más espeso, protegido y seguro

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