Un asombro muy real

No hay pálpito entre Carlos III y el pueblo, y menos entre los jóvenes

Desfilaron los carruajes, y sobre sus almohadones cayó la túnica bordada de seda dorada del nuevo rey, adornada con armiño reciclado de su abuelo, Jorge VI. La corona de San Eduardo, en la que se incrusta el diamante más grande del mundo –reclamado por miles de sudafricanos–, invitaba a regresar al siglo XVII. Espadas y cetros engastados de piedras preciosas emergidas de los joyeros de las dinastías reales de media Europa recreaban un pasado vetusto. “¡Viva el Rey!”, gritaban los fervientes y los descreídos. Pero, en pleno desorden mundial, la fastuosa burbuja real pone en escena un simbolismo difícil de transformar en NFT. Tan solo un miembro de la familia Windsor, de la que sabemos hasta el color de la plancha, parecía ser uno de nosotros. El más pequeño, el príncipe Luis, mirando los techos de la abadía de Westminster y repitiendo sus ya famosas muecas entre el asombro y el hartazgo. Porque la pretendida solemnidad del acto venía hueca de lo más preciado: el pálpito. No lo hay entre Carlos III y sus súbditos.

Sus cotas de popularidad son muy bajas, y no extraña. Rompió el hechizo con su engaño a Diana desde la misma noche de bodas; entonces, el príncipe se convirtió en sapo y buscó refugio en su amante, hoy reina. Ahora, este hombre definido como “pusilánime y débil” por su propio padre, maniático y colérico, en esa edad en la que uno quiere que le dejen en paz, ha sido elevado al trono con su inclinación a la hibris. La define bien Teresa Cremisi en el libro Crónicas del desorden

(Anagrama). Dice así: “Es un ramo de flores venenosas compuesto de autosatisfacción, orgullo, arrebato, megalomanía y una tendencia a despreciar a la gente humilde y traspasar los límites”. El 59% de los jóvenes británicos cree que su rey está “alejado de la realidad” y señala su mar de privilegios, su rictus envanecido y una fortuna de 680 millones, el doble de la de su madre, que portó una corona irreemplazable.c