La Vanguardia

‘La otra’ cambia la historia

- Isabel Gómez Melenchón

Esta historia empieza al revés y acaba de la misma manera. Sí, algunas cosas han cambiado en la vida de las mujeres en el último medio siglo, y nos parecen tan evidentes, tan normales ahora, que de nuevo hemos perdido el hilo de la historia. Que empezó más o menos así: “Cuando supe toda la verdad, señora, ya era tarde para echar atrás, señora”. Rocío Jurado escupía las desdichas de ser la otra, la querida, la amante, la fulana, la que ha nutrido libros y películas y, lo que es peor, la vida real, de personajes trágicos.

La que, cantaba Concha Piquer, “a nada tengo derecho, porque no llevo un anillo, con una fecha por dentro”. Mujeres inmoladas en el altar de la masculinid­ad, despreciad­as y vilipendia­das, objeto de habladuría­s, atrapadas en una relación que ahora diríamos, más que tóxica, de dominación. Conocida y aceptada por todos siempre y cuando se mantuviera­n las formas, los fondos a quién iban a importarle, solo se trataba de una mujer, la otra, con eso ya estaba dicho todo. La que no tenía nombre, ni tampoco ningún valor, ay, porque “con tal que vivas tranquilo, qué importa que yo me muera”. Sin una queja, ni una palabra, ay.

Pero en esta historia que empieza al revés no fue la amante quien descubrió, demasiado tarde, que su hombre no estaba libre, sino la esposa, y para entonces las servilleta­s ya estaban bordadas con su nombre. Cuando la princesa murió en el puente del Alma, comenté que todo se había acabado para Carlos y Camila, que nadie les perdonaría que estuvieran juntos después de aquel matrimonio de tres.

Mi compañero José Martí Gómez me replicó que era justo lo contrario. Él tenía razón.

Ayer leí en un tabloide británico (lo confieso, el tema me pone) que con la coronación de Camila el país había superado definitiva­mente el trauma por la desaparici­ón de lady Di. La corona se la pusieron a la madrastra, pero también a la amante. En el funeral de Mitterrand nos habíamos admirado de la presencia junto a la esposa de la otra. Cosa de franceses, dijeron algunos, que no podría pasar en ningún otro sitio. También se equivocaba­n. El siguiente paso es que querida desaparezc­a definitiva­mente de nuestro vocabulari­o.c

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