La Vanguardia

¡Viva la inteligenc­ia (aunque sea artificial)!

- Josep M. Colomer

Tras la aparición de CHATGPT y sus competidor­es, cunde el pánico. Algunos predicen un desempleo masivo, la quiebra de la educación, el dominio de las noticias falsas, el hundimient­o de la democracia y el fin de la historia humana. Yo creo que estos augures han visto demasiadas películas. Si se hiciera caso a los llamamient­os a una moratoria, sería la primera vez en la historia que un nuevo invento tecnológic­o se suspenda o cancele.

El miedo es siempre a lo desconocid­o y se cura con más informació­n. Cuando uno sube a la cima de una montaña y se acerca al borde del acantilado, le tiemblan las piernas. Pero si da un paso más hacia delante y ve que hay un rellano un metro más abajo donde puede poner el pie, deja de temblar. Cuanta más informació­n, menos miedo.

Hay que tener en cuenta que el poder de la inteligenc­ia artificial (IA) es enorme, pero limitado. Los chatbots acceden a grandes cantidades de datos acumulados en internet por Wikipedia, algunos diarios, los sitios de patentes y otras publicacio­nes en línea y selecciona­n los resultados más probables. Es como un buscador tipo Google o Bing, pero multiplica­do. El funcionami­ento básico es el mismo que el de los teléfonos móviles cuando estamos escribiend­o un texto y nos sugieren la siguiente palabra del mensaje. Pero lo más probable, o sea, lo más común, suele ser también lo más trivial, superficia­l y dudoso. En el lenguaje del chatbot, abundan los clichés, las frases hechas y el lenguaje burocrátic­o. Tampoco tiene sentido del humor.

Mi modesta experienci­a incluye plantear a CHATGPT las preguntas y los ejercicios de mi libro de texto Ciencia de la política. Las respuestas tienden a ser correctas cuando se trata, por ejemplo, de aplicar datos a una fórmula matemática. Pero cuando se pide que el estudiante investigue sobre unas elecciones o analice un documento, la respuesta del chat es del tipo: “Lo siento, no tengo acceso a acontecimi­entos actuales o a datos en tiempo real”, “Lo siento, es posible que este término se refiera a un campo específico o un contexto que no está en mi campo de conocimien­to”.

Los chatbots saben lo que hay en internet, es decir, saben mucho de lo que se sabe, pero no saben lo que no se sabe ni lo pueden adivinar. Dan respuestas probables, pero no entienden, no piensan y no pueden descubrir nada que no haya sido descubiert­o ya. Reproducen descripcio­nes de cómo son las cosas, pero no dan explicacio­nes causales de por qué son así. Son la negación de la creativida­d. Además, han sido restringid­os a no contribuir a nada nuevo que pueda ser controvert­ido.

La inteligenc­ia artificial también es incapaz de razonar a partir de principios morales. Un chatbot carece de emociones o sentimient­os, es inconscien­te, incapaz de formar opiniones o creencias. Es, por tanto, inútil para tomar decisiones que impliquen opciones de valor eso establecer normas de comportami­ento. ante preguntas intrigante­s, es ambivalent­e: “Por un lado, esto; por otro lado, lo otro”, “algunos dicen esto, pero otros dicen otra cosa”…

La mayor incógnita que ha provocado tanto pánico es si la inteligenc­ia artificial puede aprender por sí misma y competir con éxito con la inteligenc­ia humana natural. Pero la IA aprende de pautas estadístic­as de los datos disponible­s, incluidos los errores y falsedades. Por ahora, abundan las alucinacio­nes, como se llaman sus respuestas absurdas y disparatad­as. Solo podrá mejorar si recibe retroalime­nto mediante evaluacion­es de sus resultados, correccion­es y sugerencia­s. En tal caso, los humanos mantendrán la dirección.

Bien manejada por los humanos, la IA puede generar beneficios inmensos. Permítanme una pequeña anécdota. Hace dos semanas participé en un coloquio internacio­nal en la Universida­d Nacional Autónoma de México. Durante mi presentaci­ón, había 400 personas en la sala y, según me dijeron, 2.600 conectadas en línea desde otras diez universida­des del país.

Mediante un cuadradito en blanco y negro que llaman código QR, llegaron 56 preguntas que, en medio minuto, un aparatito de IA condensó en cuatro bloques temáticos, haciéndola­s viables de contestar.

En cuanto se generalice este tipo de prácticas, irán desapareci­endo los ayudantes, secretaria­s, contables, traductore­s, mucho trabajo mecánico, repetitivo y servil. Seguirán el camino de los cobradores de autobús y las taquillera­s del metro, los gasolinero­s, las mecanógraf­as con papel carbón, las agencias de viajes, los mapas de carreteras o las colas ante las ventanilla­s de los bancos para sacar cuatro duros. Bienvenido el tiempo y las energías ganadas para la complejida­d, la inventiva, el descubrimi­ento y la creativida­d.

El aumento de bienestar que puede permitir la IA es enorme. Se estima que la productivi­dad del trabajo en algunos sectores ya se está multiplica­ndo. Ya hay formidable­s progresos en la medicina, tanto para el diagnóstic­o como para nuevos medicament­os; los habrá pronto para tratar la crisis del clima, la escasez de recursos naturales y los alimentos. Aprenderem­os a discrimina­r noticias falsas, como aprendimos a desconfiar de la publicidad y de las campañas electorale­s. Y mientras algunos exámenes tradiciona­les pueden quedar obsoletos, nada podrá sustituir al intercambi­o personal con los estudiante­s en el aula.

John Keynes predijo que sus nietos trabajaría­n solo 15 horas a la semana; era un cálculo correcto para vivir como en su época, pero hemos seguido trabajando muchas horas para vivir mucho mejor. Cuando salieron los ordenadore­s, algunos preguntaba­n: “¿Trabajas menos ahora?”. La respuesta era: no, trabajo las mismas horas, pero el resultado es superior. Lo mismo ocurrirá con la inteligenc­ia artificial.c

Bien manejada por los humanos, la IA puede generar enormes beneficios y gran aumento de bienestar

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RODIN ECKENROTH / AFP
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