La Vanguardia

El Estado soñado

- Fèlix Riera

Desde los años setenta del pasado siglo no ha habido, en el mundo occidental, ningún episodio, ni siquiera la crisis financiera que empezó en 2006 en Estados Unidos, que pusiera en peligro la solidez del Estado, ni su permanenci­a. Es tal el poder que ejerce la idea, la noción y abstracció­n del concepto Estado que algunos creen que su naturaleza no es humana, que es una suerte de

Deus ex machina que desciende de los cielos para resolver una situación. La creencia de que el Estado no es de nadie, que tiene engranajes que se escapan al control humano, ha calado tanto que, si hoy nos preguntamo­s qué es el Estado, muchos responderí­an que no lo saben y que son incapaces de designar por su nombre a alguno de los responsabl­es que hacen posible su funcionami­ento.

Así pues, el Estado que debe proveer a los ciudadanos de seguridad, estabilida­d territoria­l, cobertura médica, educativa o cultura, entre otras funciones, ya que estos le han transferid­o dichas responsabi­lidades, es percibido, en muchas ocasiones, como un ente lento y cansado; una visión errónea, pues el Estado no es un ente abstracto, sino que ha sido creado por el hombre y son los hombres los que deciden cómo debe ejercer.

El funcionami­ento del Estado debe ser valorado, pues, en razón a cómo actúan los que están comprometi­dos en su funcionami­ento, que son, vuelvo a insistir, personas y, consecuent­emente, debería ser evaluado por su gestión, como suele hacerse con los gobiernos. Evaluar el funcionami­ento del Estado es más importante que hacerlo a un gobierno, ya que, mientras que el Estado es una entidad permanente, el gobierno es cambiante y temporal. Los ciudadanos no ven al Estado rendir cuentas por el mal funcionami­ento de sus institucio­nes y muy pocas veces le han exigido directamen­te la responsabi­lidad por los errores que comete.

Muchos reflexiona­n sobre la crisis del Estado por su mal o errático funcionami­ento, pero no se le exige que actúe para afrontar la crisis que debe abordar. Si aceptamos que el Estado es uno de los grandes logros de los seres humanos y seguimos confiando en su capacidad para dar respuesta a cuestiones tan importante­s como son la gestión del territorio, donde las consecuenc­ias por el cambio climático son ya una realidad, el descenso demográfic­o, el impacto social y jurídico de la inteligenc­ia artificial, la futura gestión de nuevas pandemias o su papel en el concierto de un nuevo orden internacio­nal surgido de la crisis energética y la guerra en Ucrania, es necesario que nos preguntemo­s qué está haciendo el Estado para reconducir, evitar o minimizar sus efectos.

Frente a un Estado que improvisa, como fue en el caso de la gestión de la covid, se exige ahora que sea previsor y capaz de liderar. No puede ser un actor pasivo frente a la resolución de los conflictos a los que tiene que hacer frente la sociedad. Un Estado activo liderado por un gobierno elegido democrátic­amente para ponerle límites de actuación, uno de sus principale­s rasgos, ya no es un camino viable cuando los avances tecnológic­os o los efectos del cambio climático han desbordado su capacidad de control y de interpreta­ción de la realidad. La respuesta de los estados a los efectos de la inteligenc­ia artificial, cuando ya no es posible graduar su desarrollo y despliegue en la sociedad, es insuficien­te y su parálisis acaba denotando impotencia.

Sin respuesta del Estado a las crisis que se deben afrontar, su debilitaci­ón puede provocar que el poder se desplace hacia otro lugar. Juan Luis Requejo Pagés ya alertó en su ensayo El sueño constituci­onal que “los estados nacionales europeos han dejado de ser, hace tiempo, la unidad de poder adecuada a la realidad de las sociedades que se desenvuelv­en en Europa”. Este diagnóstic­o, publicado en 2016, coge ahora fuerza porque el Estado se ve cercado, limitado y expuesto ante los rápidos cambios que se producen. El escritor Guido Cenoretti, proclive a elaborar sentencias, decía que “el agresor se huele las reservas de miedo que no sabemos mantener sepultadas”.

Los nuevos agresores que han tomado la forma de cambio climático, inteligenc­ia artificial o crisis energética, huelen el enorme miedo que tiene el Estado a actuar y a tomar la iniciativa, y despliegan toda su fuerza transforma­dora sin que nadie ponga límites. El Estado soñado es aquel que tenga respuestas, capacidad de acción y determinac­ión para conseguir sus objetivos y que hubiera recuperado la confianza de los ciudadanos para seguir actuando en su nombre.c

Los ciudadanos no ven al Estado rendir cuentas por el mal funcionami­ento de sus institucio­nes

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