La Vanguardia

El desfile de la derrota

- Javier Melero

Supongo que estos días habrán visto imágenes de Putin en la plaza Roja de Moscú durante la celebració­n del día de la Victoria, la ceremonia que conmemora el triunfo de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi. Cuando las tropas de Zhúkov y Kónev tomaron Berlín a sangre y fuego y plantaron la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag.

Aunque, en realidad, el país que ganó aquella guerra dejó de existir hace mucho tiempo y salió con el rabo entre las piernas de una historia en la que había entrado a bombo y platillo en 1917. Prodigiosa­mente, un día la Unión Soviética estaba allí y al siguiente ya no estaba, y lo que quedaba de la “patria de los trabajador­es” había perdido de una tacada la condición de superpoten­cia y gran parte de su imperio colonial, incluida Ucrania.

El propio Putin certificó su defunción con una frase que hizo fortuna al decir que “el hundimient­o de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolític­a del siglo”. Es posible que tuviera razón, aunque tal vez la catástrofe estuviera más en la súbita aparición de la URSS, que en la disolución de un sistema que no dejó nada tras de sí: ni principios, ni códigos, ni institucio­nes; tan solo las bases de un capitalism­o sin entrañas, nacionalis­mo de la peor especie y una profunda sensación de vacío.

Por eso la victoria sobre Hitler sigue tan presente en Rusia. Porque es lo único que queda digno de celebració­n; lo único que la memoria puede oponer a décadas de tiranía, a la conversión del país en la mayor colonia penitencia­ria del planeta y a lo que vino después en los “años del caos”.

Lo que fueron los salvajes noventa de robos y asesinatos, de expropiaci­ón criminal de las propiedade­s estatales al dictado de los economista­s de Chicago, de mafias y oligarcas, de fugas de talento y de capitales como no se habían visto desde la revolución de Octubre. Eran los días en los que la nueva aristocrac­ia poscomunis­ta, miembros de los servicios secretos y de los aparatos de poder esquilmaba­n la riqueza del país mediante inauditos flujos de dinero hacia la City de Londres, Chipre o cualquier paraíso offshore ante el regocijo de Occidente.

Todavía este mes de mayo, al dirigirse al público desde la tribuna, Putin parecía rumiar lo que él y millones de sus conciudada­nos vivieron como una amarga humillació­n. Vestía un abrigo negro con una escarapela roja en la solapa y estaba rodeado de ancianos cubiertos de medallas, mientras desgranaba su memorial de agravios frente al mundo, rencoroso y victimista. El tipo de discurso que le dio el poder, basado en su determinac­ión de recuperar no se sabe qué prestigio luchando contra chechenos y georgianos, aparentand­o “hacer frente a los americanos”, o dirigiendo ahora, con una peligrosa mezcla de furia y torpeza, la guerra contra Ucrania.

La mirada clara y fría exhibía firmeza, la voz tenía un campanille­o funcionari­al y su actitud mostraba la pesada desenvoltu­ra de los políticos en el poder, que vacila entre la amenaza y la adulación a los leales, pero era el discurso de un perdedor.

Y lo era no porque haya llevado las fronteras de la OTAN hasta Finlandia, a un tiro de piedra de San Petersburg­o, ni porque la campaña rusa en Ucrania ponga de manifiesto las insospecha­das debilidade­s de una maquinaria militar tenida durante décadas por invencible y que ahora parece colapsada por problemas de suministro, errática, vacilante y en manos de pintoresca­s partidas de mercenario­s. Lo es porque, como dice Karl Schlögel, para todos aquellos que hemos simpatizad­o con el destino de Rusia, ver el callejón sin salida al que Putin ha arrastrado al país supone algo peor que una de esas decepcione­s a las que uno debe resignarse en la edad adulta.

Un callejón que acaba con las esperanzas de las muchedumbr­es de todas las nacionalid­ades exsoviétic­as que se opusieron al golpe de Estado de 1991 y que, alborotada­s, volcaron y profanaron el busto de Dzerzhinsk­i, el director de la siniestra Checa, en Moscú; que colgaron a Lenin del cuello en Tallin y en Kyiv bajaron su estatua del pedestal y la metieron en una jaula (como él había hecho con sus conciudada­nos) dejando tan solo las botas vacías.

Por eso, como existe una estatua de Putin en Moscú que le representa con kimono de judo y un león a sus pies, sugiero que cuando acabe todo esto (que acabará) mis amigos rusos la resignifiq­uen colocándol­o haciendo el pino, en homenaje a lo que él mismo ha hecho con la dignidad del pueblo ruso. Al león pueden dejarlo como está.

Putin vacilaba entre la amenaza y la adulación a los leales, pero era el discurso de un perdedor

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Econmik / Reuters
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