La Vanguardia

¿Adictos a la sangre?

- Antoni Puigverd

Todos los que tenemos amigos asesinados por ETA llevamos tatuado en el corazón un dolor y un horror imborrable­s. Yo era amigo de Ernest Lluch, lo soy de la hermana del juez Lidón y quiero mucho a Robert Manrique y a sus compañeros defensores de las víctimas de Hipercor. No soporto la frivolizac­ión que una cierta Catalunya política ha hecho del magnicidio de Hipercor. Pero, de la mano de Robert Manrique, tampoco soporto la instrument­alización derechista de las víctimas de ETA. A las víctimas se las acompaña con ayudas, cariño y fraternida­d constantes. No se las utiliza como munición electoral.

Me dolía ver exetarras manchados de sangre en las listas. Ahora respiro, aliviado. La renuncia de estos antiguos activistas a las listas electorale­s les honra. Tanto la renuncia como la condena que cumplieron ayudan a suavizar el horror. No pueden borrar un daño irreparabl­e, pero lo depuran honestamen­te. Creo en el perdón civil. Con ese gesto de renuncia, los exetarras están pidiendo perdón.

Conocí a muchas víctimas del franquismo. Gente que había pasado años de cárcel y exilio. Tuve la suerte de ser amigo de Josep Pallach, de Fernández Jurado y de José Ignacio Urenda, con muchos años de cárcel y exilio en sus espaldas. Personalme­nte, tuve suerte: me persiguier­on por antifranqu­ista tan joven, a los 16 años, que no me encerraron en prisión; pero muchos amigos míos pasaron años encerrados. Son conocidas las historias de Moreno Mauricio, Miguel Núñez, Gregorio López Raimundo y Jordi Pujol. Con el advenimien­to de la democracia, cientos de miles de represalia­dos, torturados, encarcelad­os, exiliados y desterrado­s aceptaron convivir en igualdad de derechos y deberes con sus torturador­es y perseguido­res, y también con aquellos que, desde el consejo de ministros de Franco, firmaron penas de muerte políticas hasta el año 1975. También conozco directamen­te, a través de supervivie­ntes, las matanzas de curas y frailes del año 1936. También la Iglesia se prohibió el reproche de aquellas matanzas para favorecer la convivenci­a democrátic­a.

Cabe recordar que, a partir de la Constituci­ón de 1978, se dio carta de naturalida­d civil en el País Vasco a muchos torturador­es y represores. Ninguno de ellos pidió perdón. Casi todo el mundo pasó las páginas de sangre del pasado para facilitar un nuevo comienzo. Pero el horror de la guerra y del franquismo persistió en el País Vasco durante casi otros 40 años. Alegrémono­s de su final, que ya se ha consolidad­o. Celebremos esta última rectificac­ión, que es señal de madurez política y ética.

Cuando todo el mundo tiene pecados de sangre y de impiedad por depurar, distinguir entre buenos y malos es algo más que una instrument­alización de las víctimas. Es un intento de sacar votos de la sangre seca. Es echar gasolina al fuego fratricida aunque hace ya una década que la muerte política ha desapareci­do del país. Quien tan fervorosam­ente se aferra a la confrontac­ión quizá sea adicto a la sangre.

La rectificac­ión de los extarras es una señal de madurez política y ética

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