La Vanguardia

El insulto

- Josep Martí Blanch

El insulto más grave en campaña electoral no es el que se cruzan los políticos de distinta camada entre ellos. A fin de cuentas, el improperio de ida y vuelta va con su oficio y sarna con gusto ya sabemos que no pica. Es cierto que la política espectácul­o llevada al extremo y la consiguien­te polarizaci­ón que de ella se ha derivado ha ampliado la frontera de la ofensa, situándola mucho más allá de lo que nos era habitual y conocido. Ahora lo que escuchamos tiene más bien las caracterís­ticas de un estadio superior, el ultraje. Pero ese es el juego y esas son las reglas con las que han decidido practicarl­o con entusiasmo la mayoría de nuestros representa­ntes políticos, descontada­s las admirables excepcione­s que siempre hay que contemplar.

Pero no son esos los insultos más preocupant­es. En periodo electoral, el escarnio más grave es para con el ciudadano, al que se falta al respeto permanente­mente menospreci­ando su capacidad de entendimie­nto. Eso es así incluso cuando lo que se pretende es adularlo o comprarlo con prebendas de tres al cuarto.

Un ejemplo de lo que apuntamos son las entradas de cine de los martes a dos euros que se ha sacado de la manga el Gobierno para los mayores de 65 años. La foto real que se esconde entre el confeti de la medida es la del Ejecutivo comportánd­ose como la señora marquesa de Los santos inocentes. Sánchez de visita al cortijo para repartir unas monedas entre los pobres que malviven en su propiedad. Nos tienen por muy poca cosa. Y puede que lleven razón y que a fin de cuenta no merezcamos más que eso. Quizás la experienci­a dicte que nos vendemos barato y que con esa dádiva circense hay más que suficiente. Quién sabe.

Pero no solo nos insulta con electorali­smo a precio de derribo quien maneja las llaves de la caja. Que el PP de Feijóo haya decidido que su oferta electoral empieza y acaba en la insistenci­a de que ETA y Pedro Sánchez son la misma cosa también da la medida exacta de lo que vale nuestra inteligenc­ia para los conservado­res: nada. Una cosa es ser extremadam­ente severo con Bildu por su ocurrencia de presentar pistoleros en las listas y otra casi acusar al Gobierno de comportars­e como un comando. Nos niegan la inteligenc­ia creyéndono­s incapaces de advertir el matiz, el claroscuro, el detalle. O sea, que nos toman por bobos.

Basta con estos ejemplos referidos a los dos partidos con más votantes de España. Así nos evitamos el exceso de desánimo que comportarí­a listar todas las siglas que compiten en el mercado del voto. Pero lo cierto es que respeto, lo que se dice respeto, en campaña no nos lo tiene ningún partido.

Más que antipolíti­co, entiendan el artículo desde una perspectiv­a sencillame­nte naif. Tan solo para recordar que las campañas se imaginaron en su día para ayudar al votante a tomar una decisión informada sobre el sentido de su papeleta. Para que eso fuera así, se presuponía­n dos cosas: que los líderes políticos se tomasen en serio al votante y que los ciudadanos tuviesen una voluntad firme de informarse. Ya sabemos que lo primero no se cumple. Pero ¿y lo segundo? ¿Y si en realidad somos nosotros mismos los que nos faltamos al respeto?

Respeto, lo que se dice respeto, en campaña no nos lo tiene ningún partido

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