La Vanguardia

La música que desactiva a Putin

- Maricel Chavarría

Del aforismo de Sunzi “conoce cómo piensa y actúa tu enemigo para poder anticipar sus movimiento­s” (El arte de la guerra) no se deriva que además haya que comulgar con su cosmovisió­n o doblegarse a su particular relato de la historia. Al contrario, actuar según sus parámetros puede significar la muerte.

Y sin embargo, en los países de la UE se ha caído en la lamentable tentación de cancelar la cultura rusa, especialme­nte la música clásica, utilizando los mismos argumentos de Vladímir Putin: que es símbolo de la grandeza rusa. Como si no fuera obvio que la música ha sido en este país el arma abstracta contra la opresión.

Prohibir que músicos rusos vengan a España a tocar Chaikovski porque aquí damos apoyo moral a Ucrania y estos artistas no se han posicionad­o contra la guerra –como algunas voces exigían esta semana contra Teodor Currentzis y su orquesta Musicaeter­na– es un falso silogismo. De una simpleza colosal. Porque no es a Putin a quien se cancela, ni a los embajadore­s rusos en la UE –a quienes no se ha llamado a consultas–, sino a unos artistas que son un patrimonio, sí, pero de la humanidad. Putin puede sacar pecho como le convenga, pero estas giras también son sinónimo de entendimie­nto entre ciudadanía­s...

Cancelar un espectácul­o cultural es una muestra de debilidad propia de una sociedad temerosa y acomplejad­a. Se temen las protestas, las consecuenc­ias... Porque, aun siendo otra vez campo de batalla, Europa se amedrenta ante su primo de Zumosol. Unos Estados Unidos que exportan su combinació­n perfecta de corrección política y posmoderni­smo, un régimen explosivo que impide discernir la realidad. Y estando lejos de ella, nadie puede crear una proyección lingüístic­a basada en la realidad. Lo cual debilita.

Ya lo advierte Noam Chomsky cuando señala que la posmoderni­dad en su conjunto tiene un efecto claro: permite a la gente adoptar una postura radical, pero completame­nte disociada de cualquier cosa que esté pasando, porque la objetivida­d no existe, ni la verdad; ahora solo hay narrativas. Y compramos incluso las de Putin.c

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