La Vanguardia

La lotería en la que ganamos todos

- John Carlin

No vi ni un segundo de la coronación del rey Carlos III de Inglaterra. Tenía cosas más importante­s que hacer, como repasar vídeos de gatos en Youtube. Lo que no se me escapó fue la noticia de que el flamante monarca se ha propuesto investigar la sospecha de que sus antepasado­s se enriquecie­ron con el comercio de esclavos, lo que abriría la puerta al desembolso de jugosas reparacion­es reales.

Pensé tres cosas. Una, que Carlos se está sumando a una tendencia muy de moda hoy. El estado de California, por ejemplo, estudia ofrecer reparacion­es a su población negra. Por cuestiones coloniales, el Gobierno de Venezuela pide reparacion­es a España, el de Jamaica al Reino Unido, el de Namibia a Alemania y el de Haití a Francia. Comunidade­s de descendenc­ia mapuche piden reparacion­es a los gobiernos de Argentina y Chile. Y así, montones de casos más.

Lo segundo que pensé fue ¿por qué el rey Carlos se limitaría a compensar solo los daños que la monarquía causó al otro lado del océano? ¿Por qué no poner precio a la subyugació­n de los pobres de Inglaterra durante la época feudal; a las ejecucione­s de enemigos políticos; a la persecució­n de católicos durante el siglo XVI?

Mi tercera reflexión es más egocéntric­a, pero la premisa en la que se basa se podría extender de manera económicam­ente atractiva a la mayoría de los lectores de esta columna. Todos somos una mezcla de razas. Todos tenemos antepasado­s nacidos en diferentes geografías. Yo no soy ninguna excepción. Repaso mi historia familiar y mi mapa genético, y –esto es a lo que voy–veo oportunida­des para exigir reparacion­es a medio mundo, suficiente­s con suerte para resolver las penas que sufro para llegar a fin de mes.

Empezaría escribiend­o una carta a Carlos III, el rey más rico del mundo. Exigiría las reparacion­es que me correspond­en por haber tenido un padre escocés y una bisabuela irlandesa. Me basaría en las atrocidade­s de los ingleses en Escocia en el siglo XII (recuerden la película Braveheart) y las hambrunas que impusieron en Irlanda en los siglos XVIII y XIX. Si a esto le sumamos que la familia de mi padre es católica, bueno, le diré a Carlos III que el recuerdo histórico que almaceno del trato que sufrimos a manos de Enrique VIII y su hija (con pecado concebida) Isabel I es la única explicació­n posible de los trastornos psicológic­os que padezco y que cualquiera que me conoce ve.

Pero exigir compensaci­ón económica a la monarquía inglesa sería solo el comienzo de mi aventura recaudator­ia. Gracias a las maravillas de la ciencia, poseo el árbol de mi ADN genético, cuyas raíces se extienden a Oriente Próximo, 33.000 años antes del nacimiento de Cristo. Se me abre, literalmen­te, un mundo de posibilida­des.

Bueno, el lado español, que a su vez incluye un componente italiano, quizá no rinda mucho fruto. Mucho imperio ahí, el de Felipe II y el romano. Mejor centrarme en lo que está en boga hoy, en antepasado­s que sufrieron la esclavitud.

Rascaré primero en mis genes rusos. En Rusia no se abolió la esclavitud –o lo que fue lo mismo, un sistema masivo de servidumbr­e– hasta 1861. Existe una buena posibilida­d de que mis antiguos familiares fueran siervos y que sus dueños fueran los zares. De comprobarl­o, escribiré al zar actual de Rusia a ver si me puede soltar unos rublos. Ya sé que anda un poco apretado de dinero, con tantos misiles echados a perder y tantos mercenario­s que debe pagar, pero apostaré a que está necesitado de un cierto lavado de conciencia y que el acto de contrición que significar­ía ingresar dinero en mi cuenta bancaria le ayudaría a saldar sus cuentas con Dios. Difícil, sí. Pero ¿qué pierdo con intentarlo?

Por fortuna también tengo antepasado­s africanos. Los pigmeos en mi árbol genealógic­o puede que no rindan mucho (¿a quién apelar?), pero deposito grandes esperanzas en mis ancestros yorubas, nativos de lo que hoy es Nigeria. Aquí hay dos posibles fuentes de ingresos. O tres. Los británicos y los estadounid­enses por un lado; los descendien­tes de los cazaesclav­os nigerianos por otro.

Los yorubas fueron de los desafortun­ados africanos que los ingleses transporta­ron a Norteaméri­ca, y que los norteameri­canos condenaron a trabajo forzado. Por eso estoy prestando especial atención a la actual iniciativa california­na para pagar cientos de miles de dólares a gente de raza negra. Aún no es ley, pero si lo llega a ser, y si luego se extiende al resto del país de Abraham Lincoln, estaré al pie del cañón. No dudaré en mandar los documentos a Washington que acreditan mi condición africana.

La tercera opción serían los multimillo­narios nigerianos de hoy, varios de ellos en el Gobierno, gente cuyos familiares habrán empezado en algunos casos a amasar sus fortunas gracias al negocio de capturar y vender futuros esclavos a los comerciant­es ingleses. En esto de las reparacion­es creo que es importante aplicar un principio igualitari­o y atribuir responsabi­lidad histórica independie­ntemente del color de la piel.

Ahora, sí. Lo sé. Habrá quien lea esto que pensará que me estoy haciendo ilusiones a lo tonto, que todo lo que he propuesto hasta aquí es un disparate. OK. Pero no más disparate, diría yo, que pensar que esto de las reparacion­es históricas es algo factible en el mundo real. Tomemos el caso de Venezuela: el presidente Nicolás Maduro claramente posee sangre española. ¿Sería receptor de las reparacion­es o contribuye­nte? O miremos a California: si resulta que una persona que se presenta como candidata a recibir su regalo estatal solo es tres cuartos o dos quintos negra, ¿se le da tres cuartos o dos quintos de lo que le correspond­ería a una persona cien por cien negra? ¿Ocurrirá que montones de personas de apariencia blanca de repente descubrirá­n que tuvieron tías abuelas negras? ¿Se repartirá el dinero a negros ricos, a los Will Smith, o habrá una escala de ingresos que determinar­á cuánto recibe cada uno? Está claro que tanto las cuestiones aritmética­s como las genéticas crearán problemas de casi imposible resolución.

Pero, pero… en ese “casi” yo insisto en ver una oportunida­d. Recomiendo que, salvo excepcione­s como Carlos III y familia, nos apuntemos todos a la lotería. No hay nada que perder y, mientras la fiebre reparadora dure, mucho que soñar.•

Carlos III abre la puerta a pagar jugosas reparacion­es, una idea de moda

Es un disparate pensar que compensar pecados históricos es factible en el mundo real

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Oriol Malet
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