La Vanguardia

El triunfo de los malos

- Ramon Rovira

Los exorcistas coinciden en que la victoria del demonio es hacer creer al mundo que no existe. Traducido a la política equivale a obviar que hay dirigentes que masacran a sus pueblos, patrocinan espantosas degollinas y torturan a mansalva mientras la comunidad internacio­nal los ignora.

Criminales como Stalin o Mao murieron sin dar cuenta de sus espantosas purgas. Otros, como Hitler, optaron por el suicidio cobarde, y muchos se desvanecie­ron en paraísos cómplices. Con la creación del Tribunal Internacio­nal algunos sátrapas han acabado en la cárcel, pero los que suelen pringar son autócratas africanos y mercenario­s de soldada. Testas coronadas como el príncipe saudí Bin Salman y las dictaduras árabes vecinas blanquean su expediente comprando equipos y acontecimi­entos rutilantes a tanto el kilo de petrodólar. La viscosidad del engrudo debe de empañar la vista del resto del mundo que vergonzosa­mente los invisibili­za.

Otros son más toscos. El dictador sirio Bashar el Asad, a falta de recursos naturales para torcer voluntades, optó por destruir su país. Después de doce años de guerra civil, Siria es un erial. La mitad de los 22 millones de sirios se han desplazado o han buscado refugio en países vecinos, 300.000 han sido asesinados bajo los barriles bomba que el ejército lanza sobre la población civil, 1,5 millones han sido detenidos y torturados, la economía la dirige la mafia presidenci­al, la misma que maneja la fabricació­n y el tráfico de captagon, una potente droga de diseño cada vez más presente en Europa.

Con esta hoja de servicios cabría pensar que Bashar el Asad es un paria mundial, un apestado condenado al ostracismo global. Ni mucho menos. Después de una década de masacres, se le premia reincorpor­ándolo a las institucio­nes internacio­nales. Argelia, Egipto, Túnez o los Emiratos Árabes Unidos primero y el resto de los miembros de la Liga Árabe después han asumido que, entre la brutalidad de los militares y la excusa de eliminar al Estado Islámico, mejor abrazar al verdugo. Eso sí, con pinzas en la nariz, porque el hedor de los cadáveres inocentes todavía no se ha desvanecid­o.•

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