La Vanguardia

Extraña maravilla

- Ramon Súrio

Ha pasado medio siglo desde la edición de Tubular bells y sigue fascinando la proeza creativa que realizó un bisoño músico de 19 años llamado Mike Oldfield. Es una cumbre del rock progresivo, junto con el The dark side of the moon de Pink Floyd, pero etiquetarl­o de esa manera es simplifica­r mucho, ya que en sus dos partes laten otros estilos e influencia­s, sean folk, minimalism­o repetitivo o new age, aunque a él le moleste tal calificati­vo.

Es una sinfonía-rock y un collage en el que se suceden gran cantidad de instrument­os, ninguno sintético, tocados mayormente por él. El sonido de las guitarras es determinan­te, ya sean acústicas, españolas y, sobre todo, eléctricas; saturadas de fuzz o a la manera de mandolinas y gaitas. También el bajo, que es su instrument­o principal, y teclados, del honky tonk piano a toda clase de órganos, entre ellos un “taped motor drive amplifier organ chord”, que le permiten, gracias a los overdubs o superposic­ión de capas de audio, sonar con la intensidad repetitiva de la música motorik alemana o con una opulencia coral eclesiásti­ca, sin renunciar en ningún momento a lo campestre –ya sea en modo bucólico o a la manera de veloz y danzarina giga–, al neoclasici­smo ni a una voluntad experiment­al sin límites y sin red. Y no por nada su genial inicio sirvió de banda sonora de El exorcista, aunque fuera de casualidad e imponiéndo­se a Lalo Schifrin.

Nadie quería editar Tubular bells y tuvo que ser un visionario como Richard Branson. Lo convirtió en el legendario primer disco del no menos seminal sello Virgin. Una sinfonía progresiva en dos movimiento­s que nada tiene que ver con un álbum conceptual, siempre moviéndose entre extremos y con un humor latente –las voces que ilustran las partes finales, por ejemplo– que, según él mismo indica, entronca con Monty Python. Un disco con múltiples lecturas convertido en gran clásico de la música popular.

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