El mundo pierde la batalla del hambre
El yihadismo, el cambio climático o las crisis tras la pandemia y la guerra en Ucrania han disparado el hambre mundial
En el noreste de Nigeria, el hambre es una olla de agua sucia hirviendo. Apenas un día después de regresar de la región, bastión del grupo yihadista Boko Haram, el palentino Pablo Yuste, jefe de la cadena de suministro del Programa Mundial de los Alimentos (PMA) en el país africano, sigue con el corazón encogido. “El hambre es muy masiva, hay mucha desnutrición infantil; he visto a madres poner agua a calentar aunque no tengan nada que cocinar para que sus hijos piensen que va a haber algo para la cena; así dejan de llorar y se duermen”.
A Yuste, que lleva 11 años batallando contra el hambre desde el PMA, le ha impresionado la visión desde el cielo de una región controlada en gran parte por fundamentalistas. “Sobrevuelas ciudades fortificadas, llenas de desplazados, y el resto del territorio son pueblos abandonados, así que nadie puede cultivar la cosecha. El conflicto no es el único factor, pero contribuye al hambre de forma indiscutible”.
Las cifras aterrizan la sensación en el terreno de Yuste. La lucha para acabar con el hambre en el mundo se está perdiendo. Tras años de avances, que empujaron a dibujar el objetivo del hambre cero para el 2030, la cifra de estómagos vacíos en el mundo ha vuelto a dispararse. Un total de 258 millones de personas de 58 países sufren inseguridad alimentaria aguda y necesitan ayuda urgente, un crecimiento de 65 millones de personas respecto a un año antes, el equivalente a toda la población de Francia.
La tendencia es desalentadora. Es el cuarto año de aumento consecutivo según datos de la Red Global contra las Crisis Alimentarias y la cifra más alta que se ha registrado desde que se comenzó a hacer este estudio, en el 2016, aunque parte del incremento se debe a que la población analizada es más amplia.
“Del optimismo global que llevó a plantear un horizonte sin hambre en siete años, se ha pasado a un golpe de realidad en el que la comunidad internacional se ha dado cuenta de que, sin ausencia de conflictos, no se van a poder cumplir los objetivos de hambre cero”. Las estadísticas firman debajo de la sentencia de Yuste: el 85% de las personas que sufren el hambre más severa vive en países en conflicto.
La perspectiva de media vida dedicada a las emergencias permite calibrar la gravedad de la situación. Amelia Marzal, jefa de servicios corporativos de la Federación Internacional de la Cruz Roja para África, con 25 años en el sector, califica de “extraordinaria” la crisis global actual. “Esta es una de las emergencias de hambre más graves de las últimas décadas”. Durante su participación en el seminario Crisis alimentarias actuales en África, celebrado hace unas semanas en Casa África, señaló hasta 23 países africanos gravemente afectados por la crisis alimentaria y aseguró que la actual emergencia supera incluso a las de mediados de los años ochenta. “A diferencia de las crisis del 84, aquí tenemos una multiplicidad de factores globales como las consecuencias negativas de la pandemia de la covid, la subida del precio de los alimentos por la guerra de Ucrania o los estragos del cambio climático, que se han combinado a la perfección con factores enraizados como pobreza, conflictos, desplazamientos de población o enfermedades, y su efecto es devastador”.
Si bien la pobreza, legado de relaciones injustas con Occidente y gobiernos corruptos en el caso africano, está en el centro de buena parte de las crisis de hambre desde hace años, hay nuevos escenarios que han ennegrecido el horizonte.
El deterioro de la situación en el Sahel, por ejemplo, es uno de los puntos más preocupantes. Es, además, un hambre con apellidos: terror yihadista. Según el Índice de Terrorismo Global, la región saheliana, especialmente Mali y Burkina Faso, ha sufrido una espiral violenta sin precedentes: el año pasado, el 43% de las muertes por terrorismo en el mundo se produjeron en esta zona, una cifra superior a la suma de las que se registraron en el Sur Asiático, Oriente Medio o el Norte de África. El declive ha ocurrido en apenas quince años: en tres lustros, los ataques en el desierto saheliano han aumentado un 2.000%.
Aunque las abruptas transferencias de poder han sido habituales en las últimas décadas en la región, en los dos últimos años los estados sahelianos han sufrido hasta seis golpes de estado, cuatro de ellos exitosos. La inestabilidad, heredera de la caída del dictador libio Muamar el Gadafi en el 2011, que significó el
“El hambre es masiva; las madres hierven agua para que sus hijos dejen de llorar y se duerman”, relata Yuste
En el planeta ya hay 258 millones de personas en situación crítica y 58 países con inseguridad alimentaria aguda
regreso al desierto de mercenarios bien armados y entrenados y dio vía libre a los yihadistas, está detrás de millones de estómagos vacíos. Para Lazare Zoungrana, secretario general de la Cruz Roja en Burkina Faso, la creciente inseguridad ha generado nuevos daños. “Ya hay casi dos millones de desplazados internos. Es una crisis de seguridad con consecuencias humanitarias porque la violencia empeora crisis que ya había en el país como catástrofes naturales o problemas sanitarios”.
La expansión fundamentalista, que es un factor creciente en el mundo pero especialmente en África, no ocurre por motivos religiosos o ideológicos, sino por el dinero y el poder. Según expertos consultados por este diario, tanto en el norte nigeriano
como en el Sahel, los islamistas controlan el comercio de la pesca, el jugoso contrabando de combustible, tabaco y personas y una novedad que anuncia nubarrones: el contrabando y producción de droga. En zonas controladas por yihadistas en el desierto o el lago Chad, donde la población ha huido, se ha extendido en la última década el cultivo de amapolas de heroína.
Para Lucie Odile Ndione, de la Oficina Regional del PMA para África Occidental en Dakar, a esta fragilidad se suma el golpe del cambio climático, con fenómenos meteorológicos extremos y repentinos como sequías prolongadas e inundaciones que destrozan cosechas. “Antes, las existencias de las cosechas se acababan en junio y ahora, a causa de las sequías que reducen la producción, se acaban en marzo. Además, los precios han subido mucho desde la crisis de la covid y el problema se ha amplificado por la guerra de Ucrania y la inflación. Por si fuera poco, hay dificultades de acceso a las zonas a causa del yihadismo”. Odile pone el foco en otro problema vital: “Tenemos más necesidades que nunca y menos donaciones”. Su percepción es real. Si en el 2021 el 7% de los programas contra el hambre recibieron toda la financiación necesaria y el 57% consiguió la mitad, el año pasado solo se financiaron completamente el 3% y se quedó a medio camino más del 65%.
Al keniano Ahmed Garat, coordinador médico para Somalia de Médicos sin Fronteras, le suena familiar esa sensación de olvido, pero cree que no se trata de un problema de solidaridad, sino de un contexto extendido de dificultad. “El mundo está ayudando, pero hay muchos desafíos actualmente. La pandemia y la guerra de Ucrania han afectado las economías mundiales y se han sumado nuevas catástrofes como inundaciones o terremotos en Turquía y Siria”. Pese a su comprensión, insiste en que la ayuda no es suficiente y desde Nariobi define como “terrible” la situación en el cuerno de África, que suma a la violencia yihadista los estragos de la peor sequía en décadas. “En los últimos tres o cuatro años no ha llovido y la cosecha ha sido escasa y muchos animales han muerto. La gente no tiene comida en sus casas”.
La alarma somalí es la peor en décadas. Solo Somalia acumula el 57% de la población en niveles catastróficos de hambre. El resto de países en esta situación extrema son Afganistán, Burkina Faso, Haití (por primera vez en la historia del país), Nigeria, Sudán del Sur y Yemen.
La inacción tendrá consecuencias en el futuro porque ataca al desarrollo de miles de niños. Esta semana, Mohamed Fall, Director Regional de África oriental y austral de Unicef, alertaba de los efectos “devastadores” para los más pequeños de una niñez sin una alimentación adecuada. “La crisis ha privado a los niños de las cosas esenciales de su infancia, como comida suficiente, un hogar, agua potable o incluso ir a la escuela”.c