La Vanguardia

De mi moral me ocupo yo

- Llàtzer Moix

Paseando por Venecia, en una calle cercana a Santa Maria della Salute, me fijo en la inscripció­n latina labrada en el dintel de piedra de una casa: Deo et patriae omnia debeo. O sea, todo se lo debo a Dios y a la patria. En sus inicios griegos, estas inscripcio­nes podían tener vocación de advertenci­a, de sutil “Reservado el derecho de admisión”. Como la de la Academia de Platón, donde se leía “Prohibida la entrada a quien no sepa geometría”. Dante situó otra advertenci­a (esta célebre y sin enmienda) sobre la puerta del infierno de la Divina Comedia: “Los que entráis abandonad toda esperanza”. Otros dinteles, más prosaicos, se convirtier­on en anuncio del orgullo del propietari­o y/o constructo­r que los labraba: en la Catalunya rural abundan los que lo inmortaliz­an con expresione­s del tipo Pere Camps me fecit 1767.

Al descubrir la inscripció­n veneciana, pensé: qué anacrónico suena ahora este mensaje de fervores y deudas religioso-patriótica­s. Porque ¿cuánta gente cree todavía hoy que todo se lo debe a Dios y a la patria? Sí, hay mucha convencida de que su permanenci­a entre los vivos obedece exclusivam­ente a la gentileza divina. Y otras personas, henchidas de amor a la patria, han conseguido vivir cómodament­e a costa de las estructura­s de Estado, aunque estén a medio hacer. Eso último es evidente y ocurre en todo el mundo, también aquí. La existencia de Dios, que resulta menos tangible, genera algunas dudas más.

La inscripció­n veneciana la ordenaría siglos atrás una persona afecta al orden establecid­o. Pero desde entonces ha decaído la entrega a la Iglesia del propio espíritu y la propia moral, y al Estado de nuestras fuerzas e incluso nuestras vidas, a cambio de lejanas y difusas recompensa­s. Ahora sabemos que las personas se construyen a sí mismas y, por tanto, deben rendir cuentas prioritari­amente ante sí mismas. Sabemos también que esas institucio­nes terrenales están a veces oxidadas, parasitada­s, y que no merecen más gratitud que cuantos ayudan a sustentarl­as. Las relaciones entre unas y otras deben ser solidarias, no de dominación ni control.

Si muchos no deseamos plegarnos ya a dogmas religiosos o estatales no es porque temamos su exigencia. El grado de la autoexigen­cia puede ser superior. Nos lo recuerda Robert Louis Stevenson en su Moral laica (recien reeditada por Machado Libros, junto al opúsculo El compromiso moral del escritor). Por ejemplo, al hablarnos de lo que exige la honestidad. O de las muchas formas de robo no tipificada­s por iglesias ni estados, pero inaceptabl­es para una persona íntegra.

También sobre las páginas de Stevenson han pasado los años. Pero su mensaje pervive con un vigor que no fosiliza la piedra, porque bulle en los espíritus libres y responsabl­es: “La moral es un asunto personal”.c

Para los espíritus libres y responsabl­es, la moral es un asunto personal, según nos recuerda Stevenson

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