La Vanguardia

Sieur de Le Gâteau

- Julià Guillamon

No se llamaba señor Pastel, naturalmen­te, como le sacó el niño, fascinado por la cantidad de golosinas que les obsequiaba. Tenía tres o cuatro años y no podía comprender a un hombre mayor, solo, que quería que le quisieran. Tampoco se llamaba sieur de Le Gâteau, como le sacó el padre, que sabía reconocer la mezcla de melancolía auténtica y estudiada tristeza, bajo unas formas refinadas, de otro tiempo y, posiblemen­te, de otro mundo. Se refería a sí mismo como Don Juan, porque se llamaba realmente Juan. Lo exclamaba algunas veces, en el ambiente de confianza de las reuniones nocturnas. “¡Don Juan!”. Pero no iba más allá de la exclamació­n misteriosa. El padre descubrió que estudió en el conservato­rio y que fue violinista. Nunca se supo como funcionó aquella historia del violín, y por esta razón, y porque era un hombre distinguid­o, daba la sensación que podía haber sido un buen violinista, que había abandonado la vocación por un afección pulmonar o por un desengaño. Si te parabas a pensar ninguna de las dos causas era creíble. Fumaba mucho, cigarrillo­s de la marca Vencedor, lo que descartaba la enfermedad pulmonar. Y no se conocían mujeres en su vida, salvo la madre que idolatró hasta su muerte, a los noventa años.

Parecía haber sido siempre como en aquel momento: un cabeza más bien estrecha, el pelo gris, con mucho volumen. Camisas blancas, con rayitas, de manga corta. Un cinturón con la hebilla dorada. Pantalones con el pliegue bien marcado, de color crema o azul celeste: la indumentar­ia perfecta para tomar un whisky a las siete y media. Después se acercaba a la pastelería y regresaba con un rosco de nata, un pastel borracho, una bolsa de almendrado­s o un massini. Entraba a la cocina del hotel por el comedor: “¿Está la señora María?”, decía, y le entregaba el pastel para que lo guardara en la nevera.

En la pastelería lo adoraban porque, además de ser un cliente sin igual, se hacía querer. Trataba a la señora de la casa como una marquesa. Era una mujer alta, elegante, un poco rígida, con un trato afectado por haberse pasado la vida rodeada de dulces. A la señora María la trataba como una gran señora, y esta, en agradecimi­ento, le fue colocando a lo largo de los años clientes discretos, amables, que se dejaban alagar y que lo alagaban sin excesos: un recuadro de mesas en torno a la que él ocupaba en un rincón del comedor que parecía una presidenci­a. Cuando todo el mundo se iba a dormir, como el gran encuentro de una secta, la señora María, su hijo y unos cuantos clientes escogidos descorchab­an champán y se comían el massini.

El hombre ha pasado por delante de la pastelería y ha recordado al señor Pastel –sieur de Le Gâteau, como le llamaba él–. Ha entrado, se ha dirigido a la hija de la casa como si fuera una princesa y se ha llevado tres merengues en una bandeja con una cinta de cartón que la protegía por encima como un arco, cubierta con un papel estampado con dibujos y letras coloradas.

En la pastelería lo adoraban porque, además de ser un cliente sin igual, se hacía querer

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