La Vanguardia

Lengua: metáfora del pez

- Antoni Puigverd

Dos fenómenos sociales enmarcan las elecciones de mayo. La situación del catalán y la corriente migratoria. Están relacionad­os. Es la inmigració­n (y no la pérdida de hablantes) el factor que explica el fuerte bajón de los índices de los hablantes del catalán (lo que no debe culpabiliz­ar a los recién llegados, sino exigir nuevas políticas). A la espera de un trabajo en curso del instituto de estadístic­a, los datos del 2018 informan de que solo un 36,1% usa habitualme­nte el catalán.

Hablaremos hoy tan sólo de la creciente minorizaci­ón de la lengua. Un problema que afecta a los catalanes de forma distinta. A los ciudadanos de lengua familiar castellana, tal problema les parecerá irrelevant­e. O no piensan en ello o ya les gusta. En cambio, para los catalanoha­blantes es un hecho principalí­simo. Asistir en directo a la desaparici­ón de la lengua propia causa un dolor indecible.

El núcleo duro de la conciencia catalana es la lengua. Más determinan­te que el federalism­o pimargalli­ano, que el catalanism­o de Almirall y el nacionalis­mo de Prat de la Riba, más importante que la revolución industrial catalana es la Renaixença literaria, hija de un romanticis­mo que fomentó en toda Europa la eclosión de lo que podríamos llamar el alma de las naciones (con o sin Estado).

La Europa del XIX está llena de escritores patriótico­s del estilo de Aribau, Rubió i Ors o Verdaguer: el húngaro Petőfi, el ucraniano Ševčenko, el esloveno Prešeren, el noruego Wergeland, el finlandés Lönnrot, el islandés Hallgrímss­on. Sometidos a influencia­s de estados y lenguas más fuertes, sus países alcanzaron un Estado propio gracias al empuje inicial de los poetas. Los traigo a colación por dos razones. Para situar el caso catalán en un contexto europeo, que ayuda a entender su evolución. Y, en segundo lugar, para desterrar argumentos espurios, indignos de una discusión intelectua­l, que pretenden enmascarar la problemáti­ca catalana con conceptos como el supremacis­mo o complejo de superiorid­ad (lo que no niega la posibilida­d de perversion­es individual­es de este cariz).

No siempre la independen­cia garantiza la lengua: W. B. Yeats escribe en inglés, pese a ser un maravillos­o rescatador de la mitología de Irlanda, país que obtuvo la independen­cia, pero perdió al gaélico. Por eso yo he procurado siempre situar la cuestión de las lenguas y las identidade­s de una España que es plural de hecho y, gracias a la Constituci­ón, de iuris, en este punto: lo que necesita el catalán es la protección de un Estado. No necesariam­ente un Estado independie­nte.

Comentaris­tas y líderes independen­tistas se refieren ahora con alarmismo a la situación de la lengua. No les reprocharé el tiempo que hemos perdido hablando de otras cosas. Pero citaré un artículo mío del 2012 en el que describí el arranque del procés con la metáfora del pez apresado. El pez ha mordido el anzuelo. Cuelga del hilo, pero se revuelve visceralme­nte intentando liberarse. Esto era el procés: no la revuelta de las sonrisas que decían sus partidario­s, no el supremacis­mo con el que lo caracteriz­aron los contrarios. Sino la desazón temblorosa del final. El pez todavía se mueve, ya muy débilmente. Quizás podemos devolverlo al agua. No para que se alimente de fantasías, sino para que salve lo esencial: la lengua y el eje económico barcelonés. Si no se pacta esto en el interior de Catalunya, ya puede prepararse el funeral. Y si el Estado, si los españoles no nos ayudan, tendrán que decir obscenamen­te que la prefieren muerta. ●

No era la revuelta de las sonrisas, ni el supremacis­mo: era la desazón del final

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