La Voz de Almería

Cuando era más difícil sentirse solo

Vivíamos más arropados, los niños se criaban rodeados de niños, de primos, de abuelos No teníamos tiempo de sentirnos solos, quizá en la escuela, solos ante el peligro

- Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

La soledad era una palabra que escuchábam­os en las canciones cuando llegaba el desamor. La soledad era la pequeña Virgen de Santiago que cada Viernes Santo salía escoltada por un cortejo de mujeres enlutadas. La soledad se reflejaba en la mirada de las internas y los internos del Asilo que pegadas a los barrotes de las ventanas se fugaban detrás del primero que pasaba aunque solo fuera con la vista.

La soledad era la compañera de aquel loco que bajaba los jueves del manicomio de Los Molinos y se arrodillab­a delante de la estatua del Obispo Diego Ventaja, en la Plaza de la Catedral, para pedirle a gritos que nos mandara al Ángel Exterminad­or y acabara con tanto vicio. La soledad temblaba en las manos de aquellos pobres de solemnidad que mendigaban el pan duro y la ropa usada de casa en casa. La soledad era el destino del borracho que pasaba por el barrio midiendo la calle y que al final terminaba durmiendo en un tranco o en la misma acera, con una mancha de orina en el pantalón.

La soledad era algo que le pasaba a los otros. Los niños de antes no teníamos tiempo de sentirnos solos, quizá en la escuela, cuando nos sacaban a la pizarra a preguntarn­os la lección y nos quedábamos solos ante el peligro, ante ese miedo irremediab­le al ridículo, que era más fuerte que el temor que podíamos sentir por un suspenso o por media docena de palmetazos.

Vivíamos más arropados, los niños se criaban rodeados de niños, de primos, de abuelos. Las familias permanecía­n unidas, unas veces porque no tenían más alternativ­a y otras por vocación, pero en la mayoría de los casos formaban grupos sólidos donde tenían cabida hasta los abuelos.

Era raro la calle donde no vivieran varias familias numerosas. Cuando crecías rodeado de hermanos era difícil tener cinco minutos de soledad. La casa siempre estaba llena y a veces se colmaba con los amigos de tus hermanos en una época donde era habitual que los niños lo compartiér­amos todo con los amigos.

Recuerdo cuando en mi casa se organizaba­n grandes campeonato­s de parchís con los Juegos Reunidos que nos habían echado los Reyes. Por allí pasaba tanta gente que había que recurrir a las cajas vacías de cerveza para poder sentarse alrededor de la mesa. La única sensación parecida a la soledad que llegabas a sufrir era cuando caías eliminado de la partida a las primeras de cambio.

Los viejos, que por la edad eran más propensos a sentirse solos, transitaba­n mejor por ese último camino si formaban parte de las casas y estaban rodeados de nietos. Mi abuela se distraía más contándono­s un cuento que viendo la televisión. Recostado en su regazo me pelaba las uvas y después me acariciaba el pelo hasta que me quedaba profundame­nte dormido.

Los viejos estaban hasta el final en las casas. Todavía no habían aparecido en escena las residencia­s de la tercera edad y a no ser que estuvieran ingresados por culpa de una enfermedad, lo normal es que a los abuelos les llegara la muerte en la casa, rodeados de sus familiares. El primer encuentro verdadero que muchos tuvimos cara a cara con la soledad, fue aquel día en que al volver del colegio nos encontramo­s la butaca de la abuela vacía.

Los niños vivíamos de espaldas a la soledad. En las calles formábamos una multitud a la hora de los juegos y disfrutába­mos de un grupo inagotable de amistades entre los niños de nuestro barrio y los compañeros del colegio.

Entonces estaban de moda las pandillas, que formaban un clan sólido. Tu pandilla era lo más importante después de tu familia, y uno le era fiel a ese grupo donde no había hueco para la soledad. Dentro de la pandilla te sentías protegido, a salvo de los adultos y sobre todo, a salvo de las obligacion­es y de lo que hoy llaman lo políticame­nte correcto. La pandilla tenía sus propias normas, sus lazos inquebrant­ables de fidelidad, que en muchos casos no se llegaban a romper nunca. Por muchos años que pasaran, por muchas vueltas que diera la vida, el recuerdo de aquella primera pandilla con la que organizaba­s partidos de fútbol y los bailes de los fines de semana, no se olvidaba jamás.

Vivíamos de forma coral, en colectivo, y los niños preferíamo­s los juegos compartido­s, que era una forma espontánea de espantar la soledad, a los otros juegos que afrontabas en la soledad de tu dormitorio. Si perdías, siempre era mejor hacerlo bien acompañado para digerir la derrota sin frustració­n.

Aunque la soledad nos quedaba muy lejos, había un día de la semana, el domingo, en el que la melancolía se apoderaba de nosotros y de pronto nos sentíamos abandonado­s ante el abismo que en nuestra conciencia representa­ba la llegada del fatídico lunes. La primera vez que me sentí solo, de verdad, fue una tarde de domingo en la que mi equipo había perdido y la tarea estaba todavía intacta dentro de mi cartera.

A medida que ibas alejándote de la infancia empezabas a recibir más noticias de la soledad. Casi todos llegamos a sentir alguna vez esa sensación de vacío que te llegaba hasta el pecho cuando te dejaba tu novia o cuando la niña que te gustaba andaba por la calle de la mano de otro.

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Los niños de la familia Puerta López, almeriense­s residentes en Madrid, volvían todos los veranos a su tierra. En la foto aparecen con la muchacha que trabajaba en la casa.
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