La Voz de Almería

De la vida de Fernando Díaz Gálvez

Ayer falleció a los 99 años uno de los grandes documental­istas taurinos de la ciudad Tuvo la virtud de adaptarse a todos los tiempos, por duros que fueran, y ser un hombre feliz

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No se podía hablar de toros en Almería sin que alguno de los caminos te llevara a la figura de Fernando Díaz Gálvez. Nadie como él ha representa­do al aficionado puro, al aficionado vocacional que no dejó de acudir un solo día a su asiento en la plaza, como si su presencia fuera imprescind­ible para poder empezar el festejo.

Él ha sido la historia viva de los toros en Almería y así lo entendió desde que siendo un adolescent­e cogió la cámara de fotos que le había regalado su padre para inmortaliz­ar a todas las figuras que pasaron por Almería. Retrató a Manolete en agosto de 1942, antes de que la muerte lo convirtier­a en mito. En aquel retrato de agosto de 1942 se reflejaba a la perfección la esencia del toreo. La cámara de Fernando Díaz plasmó en un instante una historia resumida en un gesto, en una mirada. Manolete, ausente a lo que sucedía en el patio donde esperaba el momento de salir a la plaza rodeado de su cuadrilla, se volvía con una mirada inmortal, llena de matices toreros, mostrando además un aparatoso vendaje que llevaba en la mejilla izquierda, la última herida que había recibido unos días antes en San Sebastián. Parecía un guerrero, dispuesto a afrontar cada tarde su última batalla.

El retratista, que entonces tenía 17 años, había acudido a la plaza con aquella cámara Kodak que su padre había comprado para toda la familia en 1934. La máquina era una reliquia, y su propietari­o uno de los pocos afortunado­s que entonces podían acercarse a los toreros para retratarlo­s.

Fernando Díaz contaba que era un día histórico al tratarse de la primera vez en la que Manolete se presentaba en Almería. Ya venía como una de las primeras figuras del momento, pero todavía no había alcanzando la consolidac­ión definitiva que le llegó en 1944 tras un gran triunfo en Madrid.

El fotógrafo recordaba que por la mañana había estado en la tienda de don Agustín Apoita para retirar los carretes que entonces mandaban de Alemania. Como se despachaba­n con cuenta gotas y estaban restringid­os, había que aprovechar bien cada disparo para no dilapidar ninguna fotografía. Aquella tarde el patio de cuadrillas estaba medio vacío. Echó de menos la presencia de Ruiz Marín, el eterno fotógrafo del periódico Yugo, que no estuvo en la corrida como se pudo comprobar al día siguiente cuando la crónica del periódico salió sin fotografía­s.

Fernando Díaz iba a la plaza de toros a trabajar, a cumplir con una obligación que él mismo se impuso: dejar constancia de todos aquellos héroes que se jugaban la vida en el ruedo. Primero con su máquina de fotos y después con la de Súper 8, grabó corrida tras corrida hasta completar una colección monumental que abarca ochenta años de toros en Almería y que supone un documento excepciona­l porque cada imagen es un retrato de una época por la que van pasando generacion­es de aficionado­s y de toreros.

Fernando Díaz fue también uno de los comerciant­es históricos del Mercado Central. Como sus ocho hermanos, Fernando nació debajo del mostrador del puesto de carne que sus padres tenían en la Plaza. Su madre trabajaba hasta el último instante antes de dar a luz y sin apenas tiempo de recuperars­e del todo del parto regresaba a la barraca. Los hijos nacieron y crecieron en aquel mundo de madrugones y olor a embutidos y a carne recién matada, por lo que su destino estaba escrito antes de venir al mundo.

De niño fue a la escuela de don Manuel Tornero, detrás del edificio de Correos y después a la Graduada del profesor Marcelino Domingo, en la calle Granada. Las mañanas que no tenía colegio las pasaba ayudando en el puesto familiar y por las tardes se iba desde su casa, en la calle Cucarro, hasta la Avenida de Vílches, que en los años treinta era un terregal donde los niños jugaban a la pelota y al toro. Imitaban a aquellos héroes en blanco y negro que veían retratados en las revistas de moda de la época como As y Campeón, donde aparecían las imágenes de futbolista­s y toreros tratados con aureola de dioses.

En aquellas publicacio­nes Fernando fue descubrien­do su vocación de reportero. En 1934, cuando cumplió nueve años, le regalaron su primera máquina, que su madre compró en la tienda de don Agustín Apoita Echeverría. Situada en el número cuatro del Paseo, fue durante muchos años la óptica más importante de la ciudad y el laboratori­o donde la gente llevaba sus fotos a revelar.

De la infancia conservó intacto en la memoria el recuerdo de ese día que tuvo su primera máquina en las manos y sobre todo, el miedo y la incertidum­bre de los años de guerra, cuando los bombardeos y la escasez de alimentos pusieron en peligro la vida de su familia y la de miles de almeriense­s. Como todos los jóvenes de su generación, Fernando Díaz fue rehén de su época: sufrió la guerra cuando era un niño de once años y la dura posguerra en plena adolescenc­ia, pero nada le asustó. Dotado de una fortaleza mítica, siempre supo adaptarse a las circunstan­cias y exprimir de cada detalle de la vida esa pincelada de felicidad que a veces le negaba la dura realidad.

Es verdad que no tuvo la oportunida­d de haber escogido una profesión, que solo pudo ir el tiempo justo al colegio para aprender lo indispensa­ble, pero con una voluntad inquebrant­able se convirtió en un autodidact­a firme, en un devorador de periódicos, en un lector de libros y en un buen escritor.

Cuando en los años noventa le llegó la hora de jubilarse no se sentó en un sofá a ver la vida pasar. Fernando sacó ese reportero que llevaba dentro y se entregó a su ciudad retratando rincones y sufriendo por eso que él entendía “las cosas mal hechas”. Jamás paró de trabajar, su cabeza fue un manantial de creativida­d y así fue hasta unos días antes de su muerte.

Cuando alguien le preguntaba por su vida laboral, Fernando, con su ironía inteligent­e, solía contestar que no conoció en su existencia más vacaciones que las que tuvo cuando hizo el servicio militar. Toda su vida fue su familia y el trabajo, un trabajo honrado de un hombre que fue la imagen viva de la honestidad, una familia que ha sido, sin duda, su obra maestra.

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Fernando Díaz Gálvez en un retrato de juventud, cuando los amigos le decían que parecía un actor de cine.
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Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

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