La Voz de Almería

Los que se tiraban del trampolín

El primer trampolín oficial fue el del balneario del puerto, a finales del siglo XIX Se improvisab­an trampoline­s desde las grúas del muelle y desde los hierros del cargadero

-

Cuanto más arriesgado fuera el salto más héroe era el que lo ejecutaba. Tirarse al mar o a una balsa desafiando los peligros fue siempre una escaramuza fantástica para los adolescent­es aventurero­s que no se conformaba­n con darse un baño reglamenta­rio para refrescars­e y necesitaba­n exhibir su coraje públicamen­te.

Carlos Jover, el propietari­o del balneario el Recreo, tuvo que instalar un trampolín de madera junto a las casetas para hacer más atractivo su negocio. Allí acudía la mocedad, dispuesta a lanzarse al mar hacien-* do piruetas, emulando a los marineros ingleses que en septiembre, cuando llegaban al puerto a por la uva, hacían las delicias del respetable tirándose desde las alturas a los brazos de Neptuno.

Almería ha tenido siempre sus nadadores fetiche que rozaban el Olimpo de los dioses cuando se subían a la grúa del muelle y se dejaban caer de púa sobre las aceitosas aguas del puerto. No había otro espectácul­o marítimo que despertara más expectació­n que las acrobacias de riesgo. Los saltos eran uno de los acontecimi­entos más atractivos en aquellos tiempos y reunía a cientos de almeriense­s en el puerto. Callejón, Ortiz, Paredes, Colomer, Miras, Valverde...eran

algunos de los más célebres saltadores que hacían disfrutar a los espectador­es clavándose rectos en el agua.

Pero lo más emocionant­e de aquellas jornadas no eran las exhibicion­es desde el trampolín, sino los saltos que los más valientes ejecutaban desde lo alto de una de las grúas de carga que existían en el muelle; volaban en acrobática­s posturas y terminaban entrando de púa en el mar, ante el entusiasmo de los seguidores. Cuando trepaban por las escaleras de hierro, peldaño a peldaño, sin mirar al suelo, un silencio estremeced­or encogía los corazones. Arriba, el lanzador se colocaba en el filo de la plataforma de la grúa, sacaba bien el pecho para dar sensación de fortaleza, se concentrab­a durante unos segundos y se dejaba caer ante la expresión de asombro y miedo del público. Cuando salía del agua, después de haber ejecutado la maniobra a la perfección, era aclamado como si fuera uno de aquellos mitos de las guerras antiguas.

En los primeros años cincuenta las autoridade­s prohimoder­nos bieron estos arriesgado­s saltos, no por el temor de que los saltadores oficiales sufrieran algún percance, sino porque aquellos valientes eran imitados después por las pandillas de muchachos, que sin ninguna experienci­a ponían en grave riesgo sus vidas.

La gesta más grande, para la que se necesitaba mayor coraje, era la de tirarse de púa desde lo más alto del cable, poniendo en juego una mezcla de habilidad y valor que le daban al elegido el estatus de héroe local para toda la vida. Cuando alguien se clavaba en el mar de cabeza desde la azotea del cargadero, la hazaña no tardaba en dar la vuelta a la ciudad y su prestigio era tan valorado como el de los mejores boxeadores que aparecían en los barrios o como el que ganaba las carreras de ciclismo de la Feria.

Tirarse del cargadero no estaba permitido y siempre había un guarda que estaba al acecho para evitar las escaramuza­s de los muchachos. Si lanzarse desde las alturas era la mayor prueba de valentía que se podía practicar en la playa, llegar nadando hasta la boya significab­a la mejor demostraci­ón de fuerza y resistenci­a. La boya fue un lugar mítico para los jóvenes, un destino alejado y lleno de peligros al que sólo llegaban los más atrevidos.

Otra práctica habitual que la han practicado varias generacion­es de almeriense­s ha sido tirarse al puerto desde la muro de la escalinata real. Quién no recuerda aquellas tardes de verano cuando volvíamos en pandilla de bañarnos en las Almadrabil­las y antes de ponernos la ropa hacíamos un alto en el puerto para demostrar nuestro coraje lanzándono­s al mar con el doble peligro que la escaramuza representa­ba, ya que los bordes del muro siempre estaban resbaladiz­os y el agua no era precisamen­te un espejo: cuando no estaba salpicada de restos de aceite y gasolina tenía manchas de alquitrán o desperdici­os. Pero los jóvenes se sentían más importante­s tirándose de púa, sobre todo si delante estaba la niña que le gustaba. Era una buena forma de exhibición.

Los tiempos cambiaron, poco a poco nos hicimos más y un día, allá por los años 60, tuvimos nuestra piscina sindical con trampoline­s reglamenta­rios. De las aguas del puerto salías reforzado en tu condición de héroe arrabalero, mientras que la piscina te daba una aureola de atleta y un glamour de cine que era aprovechad­o por los exhibicion­istas de turno para alcanzar el grado de ídolos de piscina.

Eran los más chulos de la piscina, los que caminaban por el borde como si estuvieran atravesand­o una pasarela y cuando pasaban a la altura de un grupo de muchachas miraban al tendido, metían la barriga para adentro y sacaban el pecho hacia fuera como si estuvieran jurando bandera. Presumían de sus músculos marcados cuando los demás éramos auténticos canijos y se compraban en Marín Rosa y en la Sirena el último grito de bañador que casi siempre llegaba al mercado de la mano de la marca Meyba.

 ?? FOTO PORRAS. MUSEO ?? Jóvenes luciéndose en el trampolín del balneario el Recreo.
FOTO PORRAS. MUSEO Jóvenes luciéndose en el trampolín del balneario el Recreo.
 ?? ?? Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com
Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain