Malaga Hoy

CAMPO BAEZA En un grano de arena ver un mundo

● La concesión del Premio Nacional de Arquitectu­ra sirve de rúbrica a una carrera de más de 50 años, gobernada por el amor a la profesión y un profundo conocimien­to de la naturaleza humana

- Vidal Romero

Hace algo más de treinta años, una amiga de Alberto Campo Baeza (Valladolid, 1946) le preguntó si podía hacer una casa de veraneo para ella y su pareja. Poseían una pequeña parcela en los pinares de Zahora, en Cádiz, un exiguo presupuest­o de tres millones de pesetas y un deseo total de privacidad respecto a sus futuros vecinos. Campo Baeza aceptó con una condición: disponer de libertad absoluta. Pensaba que “un arquitecto es un poco como un médico. Debe escuchar atentament­e al paciente y hacerle todos los análisis necesarios, pero el diagnóstic­o debe hacerlo el médico, y el enfermo debe obedecer”.

El resultado, la Casa Gaspar, es una de esas obras que los arquitecto­s definimos como “poéticas” y que su propio autor, que reconoce tener “más libros de poesía que de arquitectu­ra”, ha descrito con una especie de haiku: “Huerto cerrado, arcadia, paraíso. Cuatro muros y un árbol y una alberca. Y luz y oscuridad acompasado­s. Y el suelo de piedra que da gloria”. Al exterior es una caja blanca, un cuadrado perfecto de tapiales que recorta su silueta entre los pinares y el cielo limpio de Cádiz. Al interior es un pequeño universo, una concatenac­ión de patios y estancias gobernadas por la precisión geométrica, que en su aparente simplicida­d contiene una multitud de referencia­s. Se reconoce a Mies Van Der Rohe en la limpieza organizati­va de la planta, que resuelve todo el programa con un par de gestos sutiles. También la inf luencia de la arquitectu­ra tradiciona­l andaluza, en la manera de disponer la edificació­n, con un patio delantero y otro trasero, con los muros pintados de blanco (debían ser encalados, pero no alcanzó el presupuest­o), la presencia de una alberca con “agua que se escucha” y de varios limoneros lunares. La sencillez de las técnicas constructi­vas utilizadas, por último, demuestra que no son necesarios grandes alardes para construir gran arquitectu­ra. En la Casa Gaspar había economía de medios, pero no de intencione­s.

La casa, que desde 2009 forma parte del Patrimonio Histórico Andaluz, fue fotografia­da de manera deliciosa por Hisao Suzuki, y apareció en multitud de revistas y libros de todo el mundo, muchas veces ocupando la portada. Y esa exposición ayudó a promociona­r a un arquitecto que ya daba muestras de un genio particular. En 1988 había terminado la Casa Turégano, otra caja blanca, en esta ocasión de tres plantas de altura, en la que se recortaban las ventanas sin adornos ni aspaviento­s, un poco a la manera de Adolf Loos, otro de sus maestros. Como en las obras del arquitecto vienés, la organizaci­ón caprichosa de las fachadas sólo cobra sentido en el interior, donde un espacio abierto en diagonal, una especie de “cueva” excavada en el corazón de la caja, reserva todo el protagonis­mo para la luz y las sombras, que caen en cascada por los espacios vacíos. Una luz y unas sombras que siempre están en movimiento, que transforma­n la casa a medida que el sol cambia de posición.

Más allá de sus valores formales, que son muchos, lo interesant­e de esas dos obras tempranas es que en ellas se encuentran ya destilados todos los elementos de la arquitectu­ra de Campo Baeza: la geometría precisa y esencial, la construcci­ón y agrupación de cajas, la gravedad de los elementos constructi­vos y la importanci­a de esa luz que atraviesa y da vida a sus edificios. En ese sentido son como arquetipos, modelos a los que vuelve sin cesar, con la misma voluntad que el artesano empeña en mejorar sus técnicas y oficios para entregar piezas cada vez mejor terminadas.

De este modo, la Casa Gaspar se puede reconocer en proyectos posteriore­s como la Casa Guerrero (2005), el Centro Bit en Inca (1998), cuyas oficinas se aíslan del entorno construyen­do un jardín de travertino, o en el Consejo Consultivo de Castilla y León (2012), una caja de cristal que se esconde a la vista de la Catedral de Zamora mediante gruesos muros de piedra. Y los ecos de la Casa Turégano se notan en la Casa Moliner (2008), la Casa Cala (2015) y las oficinas para Caja Granada (2001), otra de sus obras más conocidas. Campo Baeza define este edificio como “una caja de hormigón y piedra, que atrapa la luz del sol en su in

Buen profesor, prefiere la vida sencilla al estrés de un estudio con cientos de colaborado­res

terior para servir a las funciones que se desarrolla­n dentro de ese impluvium de luz”. Un impluvium de luz espectral y dramática, escondido detrás de la retícula hermética que organiza las fachadas de esta caja grávida y masiva, que es de nuevo una cueva de enormes proporcion­es. Esta vez, sostenida por cuatro pilares descomunal­es, cuyas dimensione­s están inspiradas en las columnas de la Catedral de Granada. No es casual que muchos hablen de este edificio como de una catedral laica.

Otros edificios son una síntesis de esas dos maneras de manejar la gravedad y la luz. Como la Casa de Blas (2000), un basamento de hormigón sobre el que se asienta un mirador que parece f lotar como un palio, o el edificio de oficinas para la Delegación Provincial de Salud de Almería (2002), un monolito en el que las ventanas se abren como por arte de magia. La Guardería Benetton (2007), con sus geometrías rotundas y sus delicadas entradas de luz, inspiradas en un hamman, y la plataforma Entre Catedrales de Cádiz (2009), que es a la vez umbráculo y mirador. Pero sobre todo la espectacul­ar Casa del Infinito (2014), una lasca de mármol varada en la playa de Zahara de los Atunes que, según sus propias palabras, “es la casa más radical que he hecho”.

Aunque todo lo dicho pueda parecer mucho trabajo, lo cierto es que Campo Baeza apenas ha construido medio centenar de edificios en toda su carrera. En parte por esa voluntad de orfebre ya comentada, y en parte porque prefiere la vida sencilla antes que el estrés de un estudio con cientos de colaborado­res. “No conozco a ningún buen arquitecto rico”, dice en uno de sus escritos. Y quizás por eso vive en un apartament­o de veinticuat­ro metros cuadrados, con estantería­s que ocupan todas las paredes, una cama plegable y una gran mesa llena de libros y dibujos. Sin móvil, sin televisor, sin coche. Su estudio tiene fama de ser un espacio familiar, donde se trabaja y se come de manera comunal. Y también tiene fama de buen profesor, un papel que ha ejercido durante casi cincuenta años en la Escuela de Arquitectu­ra de Madrid, la mayoría de ellos como catedrátic­o de Proyectos, la asignatura más importante de la carrera. Siempre al cobijo de una cita de Yeats: “Enseñar no es llenar el vaso, sino encender el fuego”.

A Campo Baeza, que en 2014 fue nombrado miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y en 2019 recibió la Medalla de Oro de la Arquitectu­ra del CSCAE, se le ha concedido el Premio Nacional de Arquitectu­ra por todo lo anterior, pero también por su faceta como escritor. Su primer libro, La idea construida (1996), se ha reeditado sin cesar desde su aparición y se ha traducido a una decena de idiomas, algo inusual en una profesión donde abundan los textos con un estilo hermético e impenetrab­le o, mucho peor, trufados con notas a pie de página, alimento para la autocompla­cencia. Campo Baeza, en cambio, intenta que sus escritos tengan “la misma claridad que exige Ortega a los filósofos”, y por eso compone textos sencillos y directos, pensados para todos los públicos. En ellos habla de los conceptos que guían su arquitectu­ra (“la luz que construye el tiempo, la gravedad que construye el espacio”) y de los arquitecto­s a los que considera sus maestros. Pero también de las razones que llevaron a Velázquez a pintar algunas lanzas inclinadas en La rendición de Breda o de la necesidad imperiosa de socializar el suelo para crear la ciudad nueva. Del fin último de la arquitectu­ra, que es construir sueños, y de cómo los que quieran practicarl­a deben abrir los ojos a otras artes y disciplina­s. Una pulsión que William Blake supo sintetizar en unos versos que, dice Campo Baeza, repetía todos los años a sus alumnos: “En un grano de arena ver un mundo, y en cada f lor silvestre un paraíso. Vivir la eternidad en una hora, sostener en la palma el infinito”.

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JOSÉ RAMÓN LADRA
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HISAO SUZUKI / EACB
 ?? JOSÉ BRAZA ?? 1. Alberto Campo Baeza
(Valladolid, 1946) fotografia­do en su estudio madrileño. 2. Casa Gaspar, que forma desde 2009 parte del Patrimonio Histórico Andaluz, recorta su silueta entre los pinares y el cielo limpio de
Cádiz. 3. La Casa del Infinito (2014) en Zahara de los Atunes (Cádiz). 4. En la caja blanca de Casa Turégano (1988) expresa su deuda con Adolf Loos. 5. Su proyecto para el Consejo Consultivo de Castilla y León (2012) es una caja de cristal que se esconde a la vista de la Catedral de Zamora. 6. Oficinas de Caja Granada, con las columnas inspiradas en las de la Catedral de la ciudad nazarí.
JOSÉ BRAZA 1. Alberto Campo Baeza (Valladolid, 1946) fotografia­do en su estudio madrileño. 2. Casa Gaspar, que forma desde 2009 parte del Patrimonio Histórico Andaluz, recorta su silueta entre los pinares y el cielo limpio de Cádiz. 3. La Casa del Infinito (2014) en Zahara de los Atunes (Cádiz). 4. En la caja blanca de Casa Turégano (1988) expresa su deuda con Adolf Loos. 5. Su proyecto para el Consejo Consultivo de Castilla y León (2012) es una caja de cristal que se esconde a la vista de la Catedral de Zamora. 6. Oficinas de Caja Granada, con las columnas inspiradas en las de la Catedral de la ciudad nazarí.
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