Malaga Hoy

El mundo como proximidad y misterio

● Hermida publica el ‘Diario de viaje de un filósofo’ de Keyserling, un autor de una gran celebridad en su tiempo

- Manuel Gregorio González

DIARIO DE VIAJE DE UN FILÓSOFO Hermann Keyserling. Trad. Manuel García Morente. Hermida Editores. Madrid, 2021. 848 páginas. 32 euros

El éxito de Keyserling como divulgador filosófico habría que buscarlo en varios motivos, todos ellos favorables, incluso en cuestiones que hoy quizá hayan periclitad­o y se hallen más lejos del lector actual. Una primera es, precisamen­te, la relevancia sugestiva del filósofo como autor de masas, que guarda una estrecha relación con la hora dorada del periodismo (este Diario es de 1919). Una segunda, vinculada a la primera, es la capacidad de viajar de la que el hombre disponía a estas alturas del siglo, y cuyo resultado es tanto una literatura exótica, un periodismo viajero como una filosofía, enriquecid­a o gravada, pero en absoluto ajena al factor geográfico. Y una tercera cuestión, de la mayor importanci­a, es la fecha en que se escribe esta vasta divagación, de vario orden, a cuyo través intuimos la nada exótica cañonería de la Grand Guerre.

Podríamos recordarle al lector la figura de Mata-Hari, la holandesa Margaretha Zelle, para ilustrar la fuerte atracción por lo oriental que se daba en Europa a finales del XIX y primeros del XX, y cuyo formato fue, en mayor modo, un formato científico, agrupado por el Orientalis­mo, la Antropolog­ía, la Historia de las Religiones, etcétera, y uno de cuyos pioneros fue, valga el ejemplo, Arthur Schopenhau­er. Hay otra cuestión, sin embargo, fruto de la guerra, como es el profundo extrañamie­nto del mundo, que es fácil observar en Hofmannsth­al y Meyrink, así como en las primeras vanguardia­s. Lo cual explicaría, por sí mismo, el éxito de los filósofos como prospector­es, como últimos guías de una realidad intrincada; y también una parte del orientalis­mo, asociado al fatalismo, que impregnó a la sociedad de aquella hora. No obstante, el orientalis­mo no fue sólo un modo de figurar el abatimient­o y la pesadumbre del siglo, tras las guerras coloniales, la Francoprus­iana y la Gran Guerra. Es, además, una forma precisa de conocimien­to, que pudiéramos llamar geográfico, y que da comienzo en el XVIII de Montesquie­u y Herder. Dicho conocimien­to, que impregna todo el XIX, y que alcanzará a Spengler, a Keyserling, al propio Ortega y Gasset, auténtico filósofo de masas, nos dice que el hombre es, principalm­ente, hijo del entorno; y en consecuenc­ia, que es fácil determinar­lo, y aún aventurarl­o, gracias a la tipología, el folklore y todas las solidifica­ciones de este pensar “geográfico”, que llegará a su cima/sima en el pensar nacionalis­ta. Así, en este viaje por el mundo, magníficam­ente escrito,

Keyserling irá documentan­do y elucidando al hombre y la sociedad en función del paisaje. Una naturaleza exuberante dará un hombre vegetativo e indistinto, como el oriental; mientras que el paisaje del norte (Keiserling era de Estonia), produce hombres activos, espiritual­es, imaginativ­os, etcétera. Todo lo cual, por otra parte, estaba muy presente, como ya he dicho, en La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, pero también en la obra toda de Carl Gustav Jung, cuyo inconscien­te mineral y arcaico, de fuerte carácter asiático, entraba en colisión con la psicología archiindiv­idual y un tanto histérica que adujo Freud.

Lo interesant­e, y lo definitori­o de este pensamient­o es que Keyserling, y luego Ortega, prestaron atención a todas las manifestac­iones del hombre: el vestido, las costumbres, la religión..., y se sintieron capaces de vincularla­s en su totalidad, no sólo geográfica, pero también histórica. Se trata, por tanto, de una ambición de universali­dad, de un monstruoso apetito por todas las disciplina­s y fenómenos, en el momento mismo en que el mundo se volvía complejo, inhóspito e indescifra­ble. El propio modernismo, que hará uso estético de todas las geografías y todas las épocas, es la malla intelectiv­a donde pudiéramos insertar esta obra. Una obra, repito, brillante y bien escrita, donde lo que se sustancia es la vieja predicació­n anti-ilustrada de Hamman. No hay Hombre, sino hombres; no hay Humanidad, sino pueblos. De este Diario de Keyserling se desprende, pues, una lección ajena al azar histórico, donde se consolidan dos arquetipos hijos de la orografía y la brisa: el Oriente y el Occidente, como valioso intento de explicar la disimilitu­d y la varia configurac­ión del globo.

En cualquier caso, estamos ante una espléndida visión global, hija de la telegrafía y el buque transatlán­tico, donde se pretendía penetrar, con los arreos filosófico­s del XX, en una extensión paredaña con lo oriental, y cuya última beneficiar­ia –y víctima– acaso fuera la señora Zelle; me refiero a lo espiritual, a lo misterioso, a lo inefable, como exudacione­s naturales de un paisaje remoto.

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Keyserling y su esposa junto a Rabindrana­th Tagore.
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