La camada moderantista
Algo del llamado humor inglés, en esa vertiente aristocrática que combina el orgullo de casta, la ligereza del trazo y el ácido retrato de caracteres, hay en el trato más bien implacable que Peyró dispensa a quienes fueron sus compañeros de viaje en la oposición al zapaterismo, por los años de la crisis en la que los medios de la derecha más beligerante combatía con saña al gobierno socialista. El joven periodista vivió en la primera línea, como cronista, redactor de editoriales o a partir de un momento dado speechwriter de destacados políticos populares, una campaña en la que al natural descontento de conservadores y liberales se sumaba la furibunda impugnación del “catolicismo réac” y la “derecha rambo”. Dice mucho de su estilo, que podríamos identificar con el aquí asociado a la “camada moderantista”, que a la hora de hacer recuento ponga el foco no tanto en las limitaciones de los adversarios –que tampoco es que salgan favorecidos– como en la pintoresca mediocridad de muchos de los personajes que protagonizaron la agitación desde las filas en las que él mismo colaboraba. Lo habitual entre nosotros es que la mirada crítica se ejerza siempre en una sola dirección, lo que excluye de partida cualquier juicio adverso hacia las personas o los posicionamientos que coinciden, aunque sea en parte, con el propio ideario. Sin renunciar a sus convicciones, Peyró representa ese conservadurismo culto, amable y civilizado que al margen de sus predilecciones y nostalgias es, por la parte de las derechas, garantía de convivencia y continuidad democrática, frente al necio aventurerismo de los caudillos y sus sermones atrabiliarios. Precisamente el humor, que casa mal con la consigna, es uno de los aspectos que distinguen su discurso de las diatribas de esos predicadores permanentemente enojados. Una década después, el tiempo de su diario parece lejanísimo, pero en este sentido no hemos mejorado nada.
Venecia es una larga curiosidad occidental, cuyo motivo de predilección, sin embargo, ha variado mucho con los siglos. Del ideal político renacentista y barroco se llegará a la teatral carnalidad del XVIII; y de ahí, como sabemos, a la figuración estética de su ruina, glosada tenazmente por su candoroso ángel protector, John Ruskin. También está, lógicamente, la gran Venecia medieval, que celebraba su milenario en 1421, y cuya estrechísima relación con Bizancio ha estudiado Ravegnani. A este deslizamiento de Venecia, a esta varia significación de su importancia, que hoy podríamos resumir en las réplicas que de la ciudad existen por todo el globo, es a lo que Burke llamó “el lugar de Venecia en la imaginación europea”. Un lugar y una imaginación que hoy deben extenderse a todo el orbe, pero cuya existencia física, como realidad vital, acaso esté conociendo sus últimos –dejémoslo en penúltimos–