Continuidad de Roma
Uno de los lugares comunes del XVIII ilustrado fue éste de concebir el fin del Imperio romano como una caída, fruto de la corrupción y la barbarie. Así lo imaginaron Montesquieu y Gibbon, y así ha sido habitual concebirlo, hasta Los últimos días de Pompeya de Butwer-Litton. Una modesta erudición sobre el asunto, que incluya a
Burkhardt, a Rielg, a Henri Pirenne, pero también al maestro de Brown, el gran Arnaldo Momigliano, habrá de convencernos de lo contrario. O al menos, de la plural evolución del Mediterraneo en esos siglos que van de Marco Aurelio a Mahoma, y que verán el recrudecimiento de cierta individualidad, de cierta urgencia anímica, que cabría resumirse, no sólo en Agustín de Hipona, en Arrio, Mani o el mencionado Mahoma, sino en el misterioso empeño de Simeón el Estilita.
El propio Brown ha explicado, en Por el ojo de una aguja, cómo el cristianismo se abrió paso en la civilidad romana gracias al concepto de humanidad, menos restricto que el de ciudadano romano. Sea como fuere, el irlandés Brown no ha escogido, para hablar de la Antigüedad tardía, la importantísima preservación de la cultura pagana que se obró en su isla durante aquella época. Antes bien, ha escogido la zona del Oriente Próximo, tanto por su larga conflictividad como por la permeabilidad que necesariamente implica.
La tesis que subyace es, pues, la de la conservación y evolución de la cultura clásica en el Oriente,
mientras que el occidente europeo, según recordaba Pirenne, sólo empezaría a recobrarse en el siglo X, tras la derrota del Islam en el Mediterráneo. El atractivo que presenta esta obra es de triple factura. No sólo muestra a una Roma en evolución, no decadente; no sólo atiende la fértil heredad de persas, árabes, egipcios, sirios y bizantinos, y el triunfo del Islam cuando dejó de ser aquella religión de pastores que decía Gibbon. También atiende a las manifestaciones artísticas que se derivan de aquellos fenomenales cambios. Cambios de suma importancia que, aún hoy, de alguna forma, nos explican.