Errancia y esperanza
● Inédito hasta ahora en castellano, el libro donde Perec narró la historia de la inmigración en Ellis Island puede leerse como un conmovedor canto a los transterrados de todo tiempo
Muy próxima a la isla de la Libertad, donde se erige la famosa estatua, la llamada de Ellis, en la misma bahía de Nueva York, ocupa una mínima extensión deshabitada que desde los años noventa del siglo pasado alberga el National Immigration Museum, dedicado a los millones de personas que pasaron por las instalaciones de la antigua aduana antes de entrar o no entrar en el inmenso país americano. La llegada de emigrantes a Estados Unidos, una nación joven que extendía su territorio a costa de los pueblos indígenas, había alcanzado proporciones colosales ya a principios del XIX y no fue sometida a regulación hasta el último tercio de la centuria, cuando empezaron a introducirse controles y restricciones que se oficializaron del todo con la creación del centro de recepción de Ellis Island, por donde pasó desde entonces la mayor parte de ese gigantesco flujo migratorio. Entre 1892 y 1924, año en el que el complejo se reconvirtió en centro de detención de irregulares, miles de viajeros de tercera clase –los de primera y segunda estaban exentos del trámite– pasaron cada día por unas instalaciones a las que por su enorme carga simbólica cuadra la definición, acuñada por Pierre Nora, de lugar de la memoria.
No extraña que al parisino Georges Perec, hijo de padres inmigrantes y huérfano de ambos a edad muy temprana, le interesara esta historia, que relacionó con la suya personal en uno de sus últimos trabajos. Fruto de la colaboración con el cineasta Robert Bober, que compartía con el escritor oulipiano el origen polaco y las raíces judías, el documental Récits d’Ellis Island: histoires d’errance et d’espoir (1980) conoció dos ediciones en libro que incluían las entrevistas transcritas de la segunda parte del film, pero la que ha traducido Adolfo García Ortega para Seix Barral sigue una tercera, a cargo de Ela Bienenfeld, que optó por reproducir sólo el guion de Perec, un texto breve, poderoso y de gran densidad emocional al que se añaden, en apéndice, unas pocas imágenes, entre tantas como documentaron la travesía, el paso por el islote y el destino final de los dieciséis millones de hombres, mujeres y niños que viajaron, sólo en el periodo antedicho, a la nueva tierra prometida. Como señala el prologuista de la primera edición española, Pablo Martín Sánchez, Perec dudó antes de decidirse a aceptar su participación en el proyecto y esa duda –“¿cómo describir? / ¿cómo contar? / ¿cómo mirar?”– se ve reflejada en un relato que va mucho más allá de la mera reseña histórica.
En la primera parte, titulada con el nombre por el que era conocida Ellis, La isla de las lágrimas, el narrador resume y contextualiza la experiencia de las generaciones atraídas por el mito de “una tierra libre y generosa en la que los condenados del viejo continente [podían] convertirse en los pioneros de un nuevo mundo”, asociado al sueño americano que ya entonces, por la época en que la estación funcionó a pleno rendimiento, comenzaba a mostrar signos de desgaste. Pero es la segunda, Descripción de un camino, donde Perec recurre al verso libre para abordar lo mismo desde una personalísima perspectiva, en una suerte de meditación lírica que comprende el historial del recinto, las vidas de aquellos emigrantes, sus impresiones sobre el terreno muchos años después –la primera visita, nos dice, tuvo lugar en mayo de 1978– y las vivencias de los transterrados de cualquier tiempo, la que acerca el relato a la intensidad del poema en prosa. Usando un “tono de letanía o de salmodia”, como bien
apunta Martín Sánchez, el autor de Lo infraordinario convierte su conmovedor recuento en una obra inequívocamente perequiana, donde no faltan las características enumeraciones, las preguntas encadenadas, la atención a los nombres, los hechos concretos, los objetos y los detalles exactos, la genuina compasión hacia los humildes, los ecos o la proyección de su propia biografía, que como nos sugiere pudo ser –en tanto que hijo del pueblo errante, hecho a vivir en la diáspora, aunque en su caso desvinculado de la cultura judía– la de cualquiera de los desarraigados que viajaban con sus fardos a una tierra desconocida.
Bien visible desde Ellis, la estatua de la Libertad celebra a las “masas compactas, sedientas de
aire puro”, como se lee en el poema de Emma Lazarus, The New Colossus, inscrito en uno de los laterales de la base, pero el puro ideal no significa nada si no intentamos ponernos en el lugar de las personas que fueron allí examinadas, cada una de ellas con su historia individual a cuestas. “Ellis Island es para mí el lugar mismo del exilio, es decir / el lugar de la ausencia de lugar, el nolugar, la ninguna parte”. Como otros hoy, pues el rastro del éxodo innumerable, dice Perec, no admite la revisión sentimental en clave complaciente. Las puertas que se fueron cerrando o las ilusiones no cumplidas son las mismas que hoy, en otras latitudes y con otros nombres, siguen narrando la misma historia de errancia y esperanza.
Entre 1892 y 1924, dieciséis millones de europeos viajaron a la nueva tierra prometida
Drama, Eslovaquia, 2020, 94 min. Dirección y guión: Peter Bebjak (guión basado en el libro de Alfred Wetzler). Fotografía: Martin Ziaran. Música: Mario Schneider. Intérpretes: Noël Czuczor, Peter Ondrejicka, Wojciech Mecwaldowski.
El Holocausto resulta difícil de comprenderse desde la racionalidad histórica y ética, e imposible de narrarse. Nunca el ser humano había caído en un abismo de crueldad tan profundo. Nunca los logros de la racionalidad tecno-científica de la modernidad se habían utilizado para exterminar una raza y una cultura que no poseían tierras que conquistar o riquezas de las que apoderarse. Nunca se había aplicado la eficacia industrial a la matanza indiscriminada de hombres, mujeres, ancianos, niños y bebés. Es cierto que no ha habido progreso, desde que, como se cuenta en 2001: una odisea del es
pacio, el primer homínido cogiera un hueso para utilizarlo como arma contra otro, que no conlleve su utilización bélica. Pero el Holocausto fue otra cosa. Espadas, flechas, pólvora, gas mostaza e incluso la bomba atómica se utilizaron para vencer enemigos y ganar guerras. Pero el exterminio de seis millones de judíos europeos –y con ellos de gitanos, homosexuales y otros seres considerados inferio
res– no era un objetivo bélico. Es más, cuando Alemania perdía la guerra seguía destinando ingentes recursos a esta siniestra tarea. Los trenes que iban al frente cedían el paso a los que transportaban a los judíos en vagones de ganado. Por eso el Holocausto fue la quiebra y fin de la modernidad, del sueño del progreso lineal e imparable.
Los supervivientes no encontraban palabras para relatar lo que había vivido y eso multiplicaba su angustia. Muchos –son conocidos los casos de Jean Amèry y Primo Levi– se suicidaron muchos años después. Las imágenes reales de los campos fueron censuradas por los aliados para evitar que generaran una oleada de odio hacia Alemania que hiciera aún más difícil su reconstrucción. Hasta 1955 no se vieron algunas en el documental de Alain Resnais Noche y niebla. Por desgracia durante el Holocausto, ya fuera por razones estratégicas o por no dar crédito a los informes que lograban filtrarse, las autoridades aliadas no actuaron directamente contra los campos de exterminio y la prensa les dio escasa relevancia. En la introducción a su excelente tesis doctoral La prensa norteamericana ante el Holocausto: ¿testigo o cómplice?, Alicia Ors cita el artículo de la soprano británica Dorothy Moulton-Mayer Mientras nosotros no hacemos nada, publicado en el New York Times el 7 de marzo de 1943, en el que reprocha a los norteamericanos ignorar las atrocidades nazis, afirmando con lucidez que uno de los éxitos de Hitler consiste en la incredulidad que generan sus actos, impensables en la Europa de mediados del siglo XX.
De este silencio durante el Holocausto, de este agónico intento de hacer llegar a los aliados el horror que Alemania estaba desatando, trata esta necesaria película. En ocasiones lo que una película da a conocer entre el gran público supera con mucho sus calidades puramente cinematográficas. Afortunadamente, en este caso no carece de ellas. Muy al contrario, adopta una necesaria contención para que las imágenes se pongan al servicio de la historia que narra con fuerza a veces angustiosa y con respetuosa precisión. Esta historia es la de Rudolph Vrba y Alfred Wetzler, dos judíos eslovacos que habían logrado huir de Auschwitz a principios de 1944 y redactaron un informe conocido como El protocolo de Auschwitz o El informe Vrba-Wetzler para dar a conocer en detalle el difícilmente imaginable y casi indecible horror que allí sucedía.
El director eslovaco Peter Bebjak es muy consciente de que –desde La lista de Schindler a El hijo de Saúl pasando por La zona gris– grandes películas de variados enfoques se han ocupado del Holocausto. Pero, que recuerde, ninguna ha tratado de lo difícil que es narrarlo, de la incredulidad que su horrenda desmesura suscitaba, de lo que con tanto acierto el antes citado artículo del New York Times definía como el éxito de Hitler: la incredulidad que genera la bárbara demasía de sus actos (lo que recuerda la frase atribuida a Baudelaire: “el mejor truco del Diablo es hacer creer que no existe”). A este mérito suma los de sus poderosas imágenes –excelente fotografía de Martin Ziaran– y un acertado dominio del tiempo subjetivo que logra crear secuencias de gran tensión. Buen cine, divulgación histórica y advertencia ética se unen en esta muy estimable y necesaria obra.
El filme cuenta su historia con fuerza a veces angustiosa y respetuosa precisión