Alguien que espera en la cola
peranza de que queden torrijas cuando llegue su turno no parece ser merecedor de la atención propia, de ser tenido en cuenta.
Así es: si el desarrollo de la civilización occidental se ha caracterizado por la extinción no ya de los afectos, sino de los modales, hasta el punto de que a no más de cuatro pelmas les parezca oportuno aún dar los buenos días, dar las gracias y despedirse de manera cordial, a ver de qué puñeta sirve esbozar una sonrisa si con las Ffp2 no la va a adivinar ni David Copperfield (desconfíen: cuando la sonrisa es honesta, se percibe claramente sobre la mascarilla). Sin embargo, dado que al final los seres humanos parecemos venir al mundo con esta tara socializadora resistente a todos los profetas del hastío desde Schopenhauer, a veces el milagro ocurre. Estamos aquí, en esta cola, sin nada más que hacer, con la sospecha de que cuando al fin entremos no quedará nada de la mercancía que hemos venido a buscar. Entonces alguien dice algo en voz alta sobre el tiempo, pero a santo de qué, es que lo mismo se pone a llover que hace un calor que te abrasas. No falta quien responde con la previsión para el fin de semana, pues nosotros queríamos dar un paseo por el campo y ya ves, alguien sabe cuándo vamos a poder ir a otras provincias. En cuestión de segundos somos dos, tres, cuatro los que hablamos, sin conocernos, y qué narices importa eso, nadie llega a conocerse del todo, ni siquiera a sí mismo, como lamentó Sócrates. Si en vez de mascarillas hubiéramos llevado cascos de la NASA habría dado lo mismo. En la conversación salen a relucir el alcalde, el Málaga, Felipe de Edimburgo y los borrachuelos de batata. A veces basta una cola para sentirnos más vecinos, más ciudadanos, más público. Sea.