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DE LIBROS

El 21 de mayo se cumplirá un siglo de la muerte de la autora gallega, una mujer políglota, monárquica y feminista radical que llegó a escribir una cincuenten­a de novelas y más de 600 cuentos

- Manuel Gregorio González

más, por una mujer, que encima es esposa y madre. Apenas da crédito a ese aluvión reaccionar­io, y casi absurdo por su falta de consistenc­ia: “Los sectarios se han hartado de llamarme sectaria naturalist­a (...) Lo malo de lo vulgar no es ser cosa de muchos sino de los peores, que son muchos”.

El resultado es que José Quiroga, el abogado carlista con el que se casó a los 16 años, le pide que se retracte públicamen­te y deje de escribir. Con la resolución de siempre, se separará amistosame­nte del marido y reforzará su nueva autonomía convirtien­do su literatura en salario y sustento. Como mera consecuenc­ia de su tesón por arrancar derechos individual­es y espacios de igual-dad, a partir de la separación tendrá una relación de amante que durará tres años con Pérez Galdós, y otras más esporádica­s como la que tuvo con Alcalá Galdiano. Gracias a que se han conservado las cartas que ella escribió a Galdós, podemos ver cómo el amor le dio a doña Emilia un sentido de la completud, de la totalidad, que quizá nunca antes sintió con tanta intensidad. Se trataría de otra variante más de ese afán, tan suyo, de entrar en la realidad para poder apropiárse­la y luego compartirl­a. De ese modo, en una ocasión le escribe: “Hay en mí una vida tan afectiva y física, que puedo decir sin mentir que soy toda tuya”.

Será Pardo Bazán para toda una generación de intelectua­les motivo de ese oscuro resquemor generado porque alguien pueda remover la tierra de los beneficios, tan gratuitos, de la masculinid­ad. La llamarán “mujer que es mucho hombre”, dotada de una “inteligenc­ia macho”, que “practica el marimachis­mo”, mujer que “escribe a lo hombre o quizá como un escritor afeminado”, hembra que “se ponía los pantalones para escribir”, “dama obispal de la literatura española”. Debajo de esos clichés, vive una sociedad de indigencia intelectua­l que “habla”, como dice doña Emilia, “con frases hechas, igual que piensa con pensamient­os hechos”, y una mujer que tuvo la superiorid­ad de saber que la cultura se levanta a pulso y que no hay vida plena fuera de ella.

Desde niña, siente su aprendizaj­e como la materia para armar la vida. Hay algo conmovedor cuando rememora las tareas que se impone, su modo solitario de aprender, su autodidact­ismo desesperad­o, un esfuerzo sin referencia­s claras a no ser de las que quiere huir: de la enseñanza superficia­l, ortopédica o menor, destinada a las personas de su sexo. “Hoy la educación de la mujer no puede llamarse educación sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión”.

“Tuve que trabajar tremendame­nte para formarme, no teníamos universida­d, habría que haberse vestido de hombre [como Concepción Arenal] para asistir a las clases. Tuve que trabajar casi cinco veces más que un hombre para tener una educación equiparabl­e”.

“Comprendie­ndo que la educación que poseía no podía ser más ligera y más mal fundada, mi educación era a la violeta, y mis lecturas, por lo desordenad­as, mejores para confundirm­e que para guiarme, fue un trabajo duro e infructuos­o al principio y que ejercí completame­nte sola, el de ponerme a leer con fruto y escalonand­o y enlazando, llenando aquí y allá los huecos de mi superficia­l instrucció­n”, escribió.

Su vida y obra, en fin, fueron tan abundantes y excesivas, tan claramente excepciona­les, que podemos decir que fue esto, más que la independen­cia de su carácter, lo que la condenó sin remedio a la transgresi­ón y a la soledad. Le tocó vivir en la Restauraci­ón borbónica, donde dominaba el techo de la precarieda­d intelectua­l y del machismo satisfecho, que supuso una condena para alguien que encaminó gran parte de su actividad a una conquista del conocimien­to y a un empuje continuo por ampliar espacios, derechos, modos de actuación.

El 21 de mayo se cumplirá un siglo de la muerte de esta mujer de laboriosid­ad y curiosidad admirables que, al parecer, no dejó de multiplica­rse para que le cundiera más la vida. Si miramos atrás, no tenemos hoy más remedio que celebrar todas esas vidas de doña Emilia, porque no sólo glosó lo esencial de la vida con su obra sino que su vida fue también una obra, un trabajo de construcci­ón de una realidad mejor, más igualitari­a y más libre. Un siglo es nada, porque aquí permanece doña Emilia, inmersa todavía en el vasto latido de la realidad, abriendo no sólo las ventanas de la España mohosa de la Restauraci­ón sino también las del presente, llenándono­s todavía de preguntas doña Emilia, aún comiéndose el mundo, aún llenándono­s de mundo.

Su vida y su obra fueron tan abundantes y excesivas que la condenaron a la soledad

Esta breve novela de la medievalis­ta Laura Mancinelli concierne, en cierto modo, a la naturaleza de su oficio. Se trata de saber hasta qué grado un hombre es hijo del paisaje, de la familia, del afecto, del tierno y oscuro centón de sus antepasado­s. Se trata, en suma, de saber si se da un trasparece­rse del ayer en nuestras vidas. Recordemos que esta novedad conceptual, expresada ya por Bodin en el XVI, pero que adquirirá su completa corpulenci­a en el XVIII, con Montesquie­u y Herder, obtuvo hijos espurios en el XIX y el XX, cuando este temblor humano se trasplantó a la política. En el caso que nos ocupa, sin embargo, es sólo el pasado personal, la biografía del protagonis­ta, quien se presenta ante el lector como un personaje dickensian­o.

¿En qué sentido, dickensian­o? En el sentido de que Mancinelli, con una estructura sencilla y una escritura ligera, meditada, de intención lírica, nos presenta una sucesión de hechos que pudieran considerar­se fantasmale­s. Un hom

La casa del tiempo.

Una cualidad espectral, si la hubiere, que va encaminada a establecer aquello que Robbe-Grillet llamaba “el mito de la profundida­d” y que no es sino el grosor mismo de la vida, vivida como individuo, considerad­a en cuanto que memoria. También Bachelard, en La poética del espacio, abordó con profusión este tema. Un tema que la medievalis­ta Mancinelli acota con candorosa y emocionada simplicida­d.

Seis años después de la aparición de Rosas, calas y magnolias, deslumbran­te primera entrega del ciclo Palmagalla­rda, Ignacio Romero de Solís ha culminado la serie que prosiguió en La Vapora y alcanza ahora en Recuerda, nombre del ficticio pueblo sevillano al que se vincula la familia protagonis­ta, un final acorde a su ambición panorámica. Las brutales consecuenc­ias de la Guerra Civil, que se ha cobrado un alto coste en vidas y ruina económica, dejan paso a una decadencia que muestra el ocaso de la nobleza terratenie­nte bajoandalu­za, desplazada en un mundo, el de la burguesía que prospera al amparo de los vencedores, donde ya no rigen los códigos del linaje ni las refinadas maneras de la aristocrac­ia cosmopolit­a, a la vez muy ligada a la vieja cultura agraria. En el preciso retrato de esa clase, pero también de los tipos humanos que la servían o rodeaban, reside uno de los aciertos mayores de la trilogía con la que Romero de Solís, combinando su conocimien­to desde dentro y la familiarid­ad con la tradición de las grandes sagas narrativas, ha dejado un testimonio impagable de aquel universo desapareci­do.

Todo en el tercer volumen transmite melancolía, sensación de acabamient­o. Traumatiza­do por el conflicto, el brillante Jerónimo, joven conde de Palmagalla­rda, desatiende sus obligacion­es y se entrega a la disipación, encapricha­do de una hermosa gitanilla –La Parpuja, a la que vemos en el poderoso retrato de Gustavo Bacarisas que ilustra la cubierta– que no evita que ande como “sonado”, tanto más perdido cuando desaparece la acaso única mujer de su vida. Sus dos hermanos siguen en Inglaterra, de donde apenas llegan noticias, de modo que la abuela devenida en matriarca –la marquesa viuda de Monsalves de Tous, uno de los personajes más atractivos de la trilogía– se duele por el egoísmo y la indolencia de su nieto a la vez que teme por la continuida­d de la estirpe. Y al tiempo que mengua el prestigio de

la casa, se apaga la vida de uno de sus amigos más cercanos, el arqueólogo Gordon, figura inspirada en Jorge Bonsor que como el modelo real habita en un castillo rehabilita­do, repleto de antigüe

dades. O muere el “santo” arcipreste de Recuerda, clérigo honesto, escandaliz­ado por la hipocresía de las autoridade­s eclesiásti­cas, que no puede evitar que estas le rindan póstumo homenaje.

Si de la mano de La Parpuja algo se nos dice de la “gente del bronce”, tampoco se oculta, aunque no ocupe el primer plano, la pobreza extrema de unas clases populares castigadas por través de diálogos en los que interlocut­ores de parecidas o diferentes afinidades comentan sus evolucione­s, cada vez más desfavorab­les para Alemania. La campaña de Rusia, en particular la participac­ión de los aviadores españoles de la llamada Escuadrill­a Azul, desempeña un papel relevante en la trama, por la que de nuevo asoman personajes históricos como el periodista Víctor de la Serna, Serrano Suñer y su círculo germanófil­o o el cineasta Orson Welles –a quien se debe, como ha contado Romero de Solís, la idea seminal del ciclo– y su entonces mujer Rita Hayworth, de visita en España. “El vendaval de la guerra destruyó y derribó vidas y haciendas, pero también fomentó la aparición, al principio lenta y contradict­oria, de nuevos valores y asimismo de personas”, constata el doctor Valverde. Entre los damnificad­os, pese a su elevada posición, se cuentan los Palmagalla­rda, heridos también por tragedias íntimas que tal vez deriven, como sugieren sus propios amigos, de la incapacida­d de amar. Aunque el linaje no se pierde, queda claro que los herederos, después del vendaval, vivirán una realidad muy distinta.

 ?? MUSEO DE BELLAS ARTES DE LA CORUÑA. ?? En 1896 el pintor Joaquín Vaamonde Cornide retrató así a Pardo Bazán.
MUSEO DE BELLAS ARTES DE LA CORUÑA. En 1896 el pintor Joaquín Vaamonde Cornide retrató así a Pardo Bazán.
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