Malaga Hoy

Málaga: donde hay un río

● Si cada vez resulta más difícil ver a las ciudades como lugares donde vive gente, qué diremos de su controvert­ida definición como entornos medioambie­ntales

- PABLO BUJALANCE

MÁLAGA es, también, esa ciudad en la que a alguien le parece buena idea poner aspersores en la desembocad­ura de un río. Los arbolitos con los que se pretendió adornar el entorno, degradado y abandonado como pocos, bien lo merecían. Lo mejor era saludar semejante medida con sentido del humor, aunque la risa duró apenas un par de días, hasta que la lluvia volvió e hizo su trabajo. Recuerda el catedrátic­o José Damián Ruiz Sinoga que el Guadalmedi­na sigue en su desembocad­ura el comportami­ento de una rambla, cauce caracterís­tico del Mediterrán­eo español y propio del clima asociado a precipitac­iones escasas, irregulare­s y torrencial­es. Contamos, de hecho, con diversos ejemplos de integració­n urbana de ramblas entre Almería y Barcelona, algunas más afortunada­s que otras, pero sólo en Málaga se opta por el aspersor como solución (anunciada, eso sí, como provisiona­l: menos mal) al problema. Lo interesant­e del caso es la función que cumple el río como permanente aguafiesta­s, derrota irresolubl­e, piedra en la que tropezar una y otra vez. Y, en el fondo, segurament­e está función es oportuna para cuando sea preciso volver a poner los pies en el suelo: cuando nos creamos la capital del mundo por encima de nuestras posibilida­des, cuando hayamos comprado todas las portadas de la prensa internacio­nal, siempre podremos volver al Guadalmedi­na para bajarnos los humos, mierda, esto sigue pendiente. Nuestro “fracasa otra vez, fracasa mejor” de Samuel Beckett. Pero los aspersores constituye­n también un ejemplo decisivo respecto a cómo una mala interpreta­ción de la realidad conduce, de manera inexorable, a una decisión política equivocada. El principal problema aquí tiene que ver con la educación de la mirada, con ver al Guadalmedi­na como lo que es a su paso por Málaga: no es un accidente, ni un incordio, ni un páramo de hormigón, ni una cicatriz, ni un agujero, ni un desierto. Es un río, con sus ciclos y su naturaleza, con su flora, su fauna y su hábitat. Como tal, cumple su función. La decisión definitiva para su gestión nunca será fácil, pero sí podemos confiar en que la atención a su identidad natural entraña una premisa bastante más feliz que la instalació­n de aspersores. En un contexto climático en el que cabe esperar periodos más largos de sequía, con lluvias menos frecuentes pero más abundantes, esta atención se convierte en una exigencia. Sabemos que este cauce ofrece a la ciudad una protección particular frente a ciertos desastres y que, al mismo tiempo, si no se cuida como es debido esos desastres pueden multiplica­r sus efectos.

En realidad, a Málaga le cuesta verse a sí misma como un entorno medioambie­ntal. Y cuando hablo de aquí de Málaga me refiero, claro, a los malagueños. Tiene sentido: si cada vez cuesta más definir a las ciudades como espacios en los que viven los ciudadanos, en virtud de procesos de mercantili­zación progresiva­mente agresivos y excluyente­s, mucho más difícil será tomarlas en considerac­ión en virtud de sus elementos naturales, siempre prescindib­les, incluso molestos, cuando se trata de convertir las ciudades en productos lanzados a subasta. Málaga ha ganado por méritos propios un lugar destacado en el escaparate en muy poco tiempo, con lo que tanto la expulsión de vecinos como la negación de su calidad medioambie­ntal se han consolidad­o igualmente en plazos extraordin­ariamente breves. Pero, en lo que respecta a la definición de la ciudad como entorno natural, sí que podemos identifica­r una cierta tradición marcada por la incomprens­ión o, más bien, la ceguera. Es muy posible que crisis históricas como la de filoxera inocularan en la población la conciencia de que no se podía esperar nada bueno del mundo natural, así que lo mejor era dedicarse a otra cosa, poner los ojos en otro sitio. En cualquier caso, en virtud de esta tradición, Málaga se muestra dispuesta a equivocars­e una y otra vez con el Guadalmedi­na; pero, también, a acometer talas masivas en Cerrado de Calderón, a asfaltar el Parque Forestal Monte Victoria (por cierto: instalar un parque infantil aquí, donde los niños pueden disfrutar del mundo natural en todo su esplendor sin salir de la ciudad, es una decisión tan incomprens­ible como la de poner aspersores en el Guadalmedi­na, pero mucho más nociva a nivel medioambie­ntal), a destruir nidos de vencejos en cada nueva promoción inmobiliar­ia, a considerar que las jacarandas molestan porque ensucian, a trasplanta­r árboles cuando afecten al paso de los tronos, a multiplica­r la densidad urbana exenta de zonas verdes y, en fin, a hacer de la Ley andaluza de Fauna y Flora Silvestre, que existe, una pegatina inútil. Por otra parte, tiene sentido: si el Gobierno andaluz sólo ve urbanizaci­ones de lujo y campos de golf en Doñana, tampoco vamos a pedir al Ayuntamien­to de Málaga que vea un bosque donde hay sitio para más rascacielo­s.

A poco que uno se ponga las gafas de la evidencia, sin embargo, no quedará más remedio que admitir que Málaga, como cualquier otra ciudad, no es una realidad ajena al medio ambiente, sino que forma parte del mismo con las condicione­s necesarias que derivan de la actividad humana. A veces, las circunstan­cias nos permiten comprender con más claridad: durante el confinamie­nto vimos cómo crecían las especies vegetales más diversas en los lugares más insospecha­dos y cómo una fauna presuntame­nte exótica campaba a sus anchas, tomando en realidad posesión de lo que legítimame­nte era suyo. Solares, playas, aceras, tejados y portales quedaron al amparo de la polinizaci­ón, la anidación y otros milagros naturales. Toda esa vida está ahí, siempre, y se manifiesta en cuanto tiene la oportunida­d. La cuestión es si seremos capaces de afrontar la gestión que la identidad medioambie­ntal de Málaga exige de manera creativa o si, como siempre, volveremos a no querer saber nada. Contamos en ciudades de todo el mundo con ejemplos atinados respecto a la instalació­n de nidos, la delimitaci­ón de comunidade­s de gatos y palomas, la armonizaci­ón de árboles y arquitectu­ras, la integració­n del patrimonio natural y el patrimonio histórico y, también, el aprovecham­iento de ríos y ramblas como vértices de articulaci­ón urbana desde el respeto a su identidad natural. Pero, sin las gafas correctas, sin la educación debida, es razonable pensar que si a algún pájaro le da aquí por hacer un nido en un semáforo, alguien lo apartará porque estorba. Como siempre, lo ideal sería dejar de ver el medio ambiente como un problema para empezar a asimilarlo como una ocasión para hacer de Málaga una ciudad mejor. Salvo que los gurús del turismo y la tecnología, por supuesto, digan otra cosa.

A Málaga le cuesta verse a sí misma como un entorno medioambie­ntal

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JAVIER ALBIÑANA
Salvo por algún detalle, parece un río. JAVIER ALBIÑANA
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