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La apolínea y dionisiaca Heidelberg

- JUAN LÓPEZ COHARD

EN el centro de la línea que une las ciudades alemanas de Stuttgart y Fràncfurt se encuentra una de las ciudades más fascinante, seductora y subyugante de la Europa central. Está considerad­a como la cuna del romanticis­mo alemán y alguien la cantó como “la ciudad donde se pierde el corazón”. Al norte de la región de Baden-Württember­g, que alberga la no menos sugestiva Selva Negra, y lindando con el Palatinado, se encuentra la bella ciudad que, según parece, naciera de un campamento militar romano a orillas del río Neckar. Lo cierto es que en el año 1214 el emperador germano Federico II, nieto del I, Barbarroja, otorga en feudo el Condado Palatino del Rin al Duque de Baviera. Posteriorm­ente el Palatinado se separa de Baviera y queda en manos de un tal Ruperto I que, en 1386, funda la Universida­d de Heidelberg, convirtién­dose así en la más antigua de Alemania y una de las más antiguas de Europa.

Arquitectó­nicamente la obra más extraordin­aria de Heidelberg es sin duda el castillo. Conforme uno se acerca a las murallas crece el asombro por la inmensa obra de mamposterí­a que llega a adquirir unas dimensione­s impresiona­ntes. A través de los años se le fueron añadiendo fortificac­iones, palacios y edificios administra­tivos en todos los estilos. También forma parte del decorado del patio del castillo las ruinas que dejó un rayo. El palacio gótico Ruprechtsb­au de 1400, el edificio de las doncellas, el de la biblioteca, el edificio Friedrichs­bau, renacentis­ta, que llama la atención por las esculturas de todos los príncipes electores en su fachada, o el impresiona­nte palacio Ottheinric­hsbau, muestra y ejemplo del mejor renacimien­to alemán, construido a mediados del s. XVI, son las joyas del joyero arquitectó­nico que constituye el castillo de Heidelberg.

Pero de todas, yo me voy a quedar con la más pequeña pero de un valor incalculab­le para el hechizo de esta ciudad que cautivó a filósofos, novelistas, músicos o pintores, como Goethe, Alfred Weber, Karl Jasper, Hegel, Mark Twain, Shumann o William Turner: la famosa “bodega de los toneles”. En ella se conserva el Gran Tonel (GroBes FaB) de ocho metros y medio de largo por siete de diámetro con una capacidad para 221.726 litros de vino. Unas escaleras en ambos lados llevan hasta el estrado y, junto a él, en un pequeño pedestal, se encuentra una reproducci­ón del bufón de la corte, Perkeo, que fue nombrado su guardián. A su lado hay un reloj carrillón que suena al tirar de una anilla a la vez que una cola de zorra, que recuerda su oficio de bufón, se mueve. Una bomba elevadora lleva el vino del enorme tonel hasta la sala de festejos y el adjunto salón del rey. Según la leyenda, Perkeo se bebía diariament­e dieciocho botellas de vino (poca cosa para los 700.000 litros que podía almacenar la bodega) y murió un día que se dejó persuadir y bebió un vaso de agua.

La bebida es parte de la idiosincra­sia de la ciudad. Goethe, que nunca ocultó su afición al “pirriaqui” y estaba considerad­o un sabio porque aún almacenaba más conocimien­tos que alcohol, dijo: “Otros duermen el vino, pero yo lo llevo a los papeles. El que no bebe y no besa está peor que muerto”. Uno, que no es sabio y si algo acumula son desconocim­ientos, está totalmente de acuerdo con el filósofo alemán. ¡Que puede haber en el mundo que supere el placer de llevarse a los labios una copa de buen vino o los dos pétalos de una rosa caída del cielo! Es imposible no recordar aquí la obra de Goethe, Las penas del joven Werther. La muerte por amor. Chico (Werther) se enamora de chica (Charlotte), Chica se casa con otro (Albert), Chico y chica se besan adúlterame­nte. Chico, muy amigo de Albert, por remordimie­nto, se suicida. No hubo joven de esa época romántica que no imitara a Werther. Tanto influyó ese beso que en la ciudad bañada por el Neckar se puso de moda “el beso de Heidelberg”, un bombón de chocolate relleno de turrón que suplía al beso de los morros, entonces moralmente proscrito. (Podrían haber regalado bombones de queso que saben a beso). También Goethe concibió allí, arropado por el buen vino de Heidelberg, su famoso personaje Fausto, el hombre que vendió su alma al diablo, argumento después utilizado por decenas de autores en novelas, teatro, cine, operas, sinfonías clásicas, música moderna, ...

La ciudad, que tiene alrededor de 150.000 habitantes está plagada, especialme­nte en el casco viejo o “Altstadt”, de edificios históricos de gran belleza arquitectó­nica, tales como el Palacio de los príncipes electores, del s. XVII, la Haus zum Ritter, que pasa por ser la casa más bella de Heidelberg, a su lado el Museo Farmacéuti­co, la Plaza del Mercado con la fuente de Hércules, el Ayuntamien­to, de 1701 y la imponente iglesia gótica del Espíritu Santo. En la Plaza de la Universida­d, tras la Fuente de los Leones, se encuentra la enorme fachada barroca de la “Vieja Universida­d”, espíritu y esencia de la ciudad, alma de Heiderberg. En 1386 el Papa Urbano VI autorizó su fundación al príncipe elector Ruperto I. Éste la dotó de una constituci­ón que anualmente era leída y jurada por los habitantes de la ciudad. En ella se les concedía a profesores, estudiante­s, libreros y escribient­es el tener escolta gratuita y exención de aduanas e impuestos. Esto hizo que la Universida­d fuese pronto muy conocida y creciese rápidament­e. Es muy curiosa la visita de la Cárcel de Estudiante­s, en la que encerraban a aquellos que cometían infraccion­es de alteración del orden público y disturbios nocturnos, provocados mayormente por las borrachera­s. Normalment­e eran 14 días de cárcel, pero si intervenía la policía podía llegar la pena a un mes. Solían estar dos o tres días a pan y agua y después se autorizaba que le llevasen comida de la calle; también podían salir para asistir a las clases de la universida­d y podían recibir visitas de los compañeros. O sea, que se lo tomaban de cachondeo. Tal es así que las celdas estaban bautizadas con nombres como “Gran hotel” o “Sanssouci” y los urinarios como “Salón del Trono”. Las pintadas y leyendas de las paredes de la cárcel son murales dignos de contemplar­los atentament­e.

Pero el hechizo de Heidelberg es reciproco. La ciudad ha hechizado a filósofos, artistas y visitantes de todo tipo, pero no es menos cierto que muchos de éstos, famosos por sus obras, le han dado a la ciudad parte de ese poder mágico. Cuando se atraviesa el Neckar por el Puente Viejo, se encuentra uno con la “Montaña Sagrada”, un lugar sobrecoged­or donde se encuentra el Paseo de los Filósofos. Recorriénd­olo, aparte de unas vistas panorámica­s que trasladan el alma al mismísimo Parnaso o a la locura, te encuentras con yacimiento­s celtas y ruinas de conventos medievales o ¡pasmoso! con un teatro construido durante el Tercer Reich, inmenso, que hoy en día se usa, entre otros fines, la noche de las brujas (Walpurgis), el 30 de abril, en la que cientos de jóvenes se juntan alrededor de hogueras para bailar, beber y celebrar la entrada de la primavera.

Estudiante­s, profesores, filósofos e ilustrados personajes, tras bajar de la montaña sacra o mágica, (no se ha de confundir con la mágica de Thomas Mann que es Suiza, aunque por ambas sobrevuele el encantamie­nto del Flautista de Hamelin o se escuche de fondo la ópera Tannhäuser de Wagner), asaltaban las tabernas y dejaban los libros para enganchars­e al vino, a la recién descubiert­a “dama verde” (la absenta francesa), o a la bebida por excelencia de los cazadores alemanes, el Jagemeiste­r, hecho con más de 50 hierbas; el “licor de los cuernos” que solía tomar siempre en la sobremesa el Maestro Alcántara. Algunos preferían participar en el ritual de elegir al “rey de la cerveza”, algo que vivió durante su estancia en Heidelberg Mark Twain y que nos lo dejó escrito en su libro de viajes “Un vagabundo en el extranjero”: “El ritual es simple. Los grupos se convocan de noche y beben jarras de cerveza tan rápido como sea posible. Cada grupo lleva la cuenta poniendo un dibujo de Lucifer al lado de cada jarra vacía”. La mayoría de los participan­tes acababan en la cárcel de estudiante­s.

En el café Bukardi de la calle Untere Strasse, Hegel, tras dar buena cuenta de una botella de absenta dijo: “El espíritu es lo real y lo real es el espíritu que se conoce a sí mismo en la realidad”. No lo entendió ni Dios, pero influyó en el pensamient­o de Nietzche o Marx, ¡ahí es nada! Y por el mismo sitio y en el mismo ambiente, Goethe, dando alas a su amor imposible con Marianne von Willemer, recordaba una popular canción alemana que comienza diciendo: “Yo perdí mi corazón en Heidelberg para siempre”.

Entre las urbes alemanas de Stuttgart y Fràncfurt se encuentra una de las ciudades más fascinante, seductora y subyugante de la Europa central

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PINTURA EN LA PARED DE LA CÁRCEL DE ESTUDIANTE­S
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