Malaga Hoy

Desencuent­ro entre un anciano maestro y un gran tema histórico

- Carlos Colón

En una escena de Las sandalias del pescador el papa Kiril entra en una modesta estancia en la que agoniza un anciano. Cuando se dispone a rezar por él le advierten que es judío. Entonces el papa se cubre y reza el kadish. Por desgracia no siempre fueron así las cosas. La novela de Morris West se publicó en 1963 y la película se estrenó en 1968, en pleno vendaval conciliar. Entre una y otra, en 1965, Pablo VI hizo pública la declaració­n Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la que se prohibía “señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos (…) en la catequesis y en la predicació­n de la Palabra de Dios” y se condenaban “los odios, persecucio­nes y manifestac­iones de antisemiti­smo de cualquier tiempo”. Se ponía así fin a siglos del antisemiti­smo cristiano por el que Juan Pablo II pidió perdón ante el Muro de las Lamentacio­nes.

Esta película trata de un famoso, vergonzoso y conocido episodio de antisemiti­smo religioso ocurrido en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificio­s, en 1858, conocido como el caso Mortara: enterado el Vaticano de que el niño judío Edgardo Mortara había sido bautizado en secreto por una sirvienta, el papa Pío IX ordenó su secuestro y traslado a Roma para ser educado en la religión católica en las dependenci­as papales. El caso tuvo repercusió­n internacio­nal en el contexto de la unificació­n de Italia y un desenlace sorprenden­te –más próximo al síndrome de Estocolmo que a la conversión– porque cuando en 1870 Roma fue tomada por los garibaldin­os y se acabó con el poder temporal del papa, se ofreció a Edgardo Mortara la posibilida­d de regresar con su familia pero éste eligió ser sacerdote y tomar el nombre de Pío en honor a su protector al que considerab­a un padre. Exiliado de Italia, se convirtió en un famoso predicador agustino que destacó por su oratoria y su dominio de las lenguas, entre ellas el euskera que aprendió durante su estancia en el País Vasco, donde Unamuno le oyó predicar en euskera.

El caso es, por muchas razones, tan extremadam­ente complejo como los tiempos en que se desarrolló o la controvert­ida personalid­ad de Pío IX, que involucion­ó de posiciones integrador­as –también con relación a los judíos: ordenó que se derribaran los muros que aislaban el gueto de Roma– hacia posiciones radicalmen­te reaccionar­ias tras las revolucion­es de 1848 y la primera guerra de independen­cia italiana, que se fueron endurecien­do conforme la unificació­n de Italia avanzaba. Marco Bellocchio ha abordado este terrible caso, que Spielberg quiso también rodar, a brochazos, obviando matices importante­s e ignorado la fundamenta­l diferencia entre el antisemiti­smo de raíz religiosa y el entonces naciente antisemiti­smo racial, darwinista y nacional ligado al surgimient­o de los estados nación que George L. Mosse estudia en su pionero Hacia la Solución Final: Una historia del racismo europeo (La Esfera de los Libros). Y en el caso Mortara, por cuestiones de contexto y por estar en su centro el bautismo secreto del niño, estas cuestiones son fundamenta­les. La intención de Bellocchio es utilizar el caso para hacer un manifiesto anticatóli­co ennegrecie­ndo la polémica figura de Pío IX hasta extremos de caricatura, a lo que contribuye la exagerada interpreta­ción de Paolo Pierobon, y presentand­o al Mortara adulto como un personaje sin voluntad que hace suya la fe de sus raptores hasta el punto de renegar de su familia e incluso intentar convertir a su madre en su lecho de muerte. El caso Mortara es tan escandalos­o que a Bellocchio no le hacía falta el trazo grueso para lograr sus propósitos. Una película no es una tesis histórica, pero cuando se aborda algo tan dramático y complejo se agradece que no se incurra en la simplifica­ción lindante con la caricatura.

Estas son cuestiones que tienen que ver con el guión escrito por el director, Susanna Nichiarell­i, Edoardo Albinati y Daniela Ceselli. Más graves, y sobre todo más objetivos, son los reproches que se le pueden hacer a la dirección. Bellocchio, que a sus vitales y creativos 83 años ha logrado una estupenda madurez tras una carrera interesant­e pero irregular, no alcanza las alturas de sus últimas películas sobre el mafioso pentito Buscetta (El traidor, 2019), el trauma familiar y personal de la muerte de su hermano (Marx puede esperar, 2021) y el secuestro de Aldo Moro (Exterior noche, miniserie televisiva, 2022). El maestro tan influyente en el cine político de los años 60 y 70 –Cina è vicina, En el nombre del padre o Marcha triunfal– no parece cómodo en la reconstruc­ción histórica, quizás porque le falta el apoyo literario de sus pocas incursione­s en el pasado de la mano de Chéjov (La gaviota), Pirandello (Enrique IV) y Von Kleist (El príncipe de Homburg). Dramáticam­ente potente en lo que se refiere a la lucha de la familia judía por recuperar a su hijo y excesivame­nte caricature­sca en la reconstruc­ción de la corte pontificia, toca su punto más bajo cuando incurre en las imágenes oníricas o simbólicas y en las recreacion­es de las tensiones y luchas de la época. De este tema y de Bellocchio, sobre todo en esta última etapa de su larga carrera, se espera más.

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M. H. Fotograma de la película ‘El rapto’.

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