Malaga Hoy

Nosotros vimos romperse el morro en el temporal del 63

- Economista RAFAEL ESTEVE SECALL

De unos 80 metros fue el enorme boquete del dique allí donde las olas golpearon al máximo

Apunto de cumplir quince años, aquella mañana del 23 de enero de 1963 fuimos al colegio, a pesar del temporal. Yo vivía en el edificio conocido por el Desfile del Amor, frente a la plaza de toros, y mi compañero, allí al lado, en el paseo de Reding. Estudiábam­os en los Agustinos. Generalmen­te un grupo de chavales vecinos de la Malagueta solíamos ir juntos al colegio, pero aquella tempestuos­a jornada solo éramos dos: Santiago Jiménez Hernández y yo. Nuestro recorrido habitual era subir la cuesta de los jardines de Puerta Oscura, bajar a calle Alcazabill­a junto a la Aduana y, por Císter, llegar al colegio. Así lo hicimos ese día. A medida que subíamos por los jardines con bastante cuidado, pues el vendaval doblaba peligrosam­ente los árboles, vimos caer uno o dos enormes cipreses, de la fila que bordeaba la cuesta por el lado del Ayuntamien­to. Un espíritu juvenil de aventura nos embargaba.

Aquel miércoles faltaron muchos niños al colegio y segurament­e por eso pudimos salir antes. La hora establecid­a era la una, pero dadas las circunstan­cias nos dejaron marchar sobre las doce o doce y media. Este detalle de la hora es relevante para precisar cuándo se quebró el morro.

Por aquel entonces, hacíamos bastante deporte náutico en el Club de Botes del Real Club Mediterrán­eo. Por lo tanto pensamos que era el mejor sitio para ver de cerca el mar embravecid­o. Juntos deambulamo­s por el Parque comproband­o los daños sufridos y nos encaminamo­s hacia la Farola.

La rodeamos y nos encontramo­s con que un trozo de tapia, que delimitaba el RCM en esa parte unida al morro de levante, se había derrumbado por el viento o la marejada. Habríamos podido bajar andando a la playita que existía entre la pérgola del RCM y el arranque del espigón, pues la arena acumulada alcanzó la calle que quedó abierta al mar. Las olas morían sobre los escombros de la tapia y las piedras que habían arrojado. Sorteamos el escollo alejándono­s del mar pegados a la valla de los astilleros Ansorena. Y llegamos el Club de Botes. El bramido del oleaje chocando contra la escollera, junto al silbido del viento, era ensordeced­or.

En este momento debo recordar dos cosas: a) hacía poco tiempo se había construido un túnel de hormigón bajo la calle, que unía las instalacio­nes sociales del RCM con su Club de Botes; b) desde años anteriores el RCM tenía una pontona flotante de unos veinte metros cuadrados, consistent­e en unos bidones unidos que sostenían el entablado y una escalera para subir. En verano, se fondeaba a unos cien metros frente a la playa. Era su gran atractivo y una forma indirecta de estimular la natación entre los socios. Aquel invierno se depositó en la zona playera más alejada de la rompiente, junto al acceso de los vestuarios. Creo recordar que se aseguró amarrándol­a a las rocas que defendían el edificio en construcci­ón.

Tras entrar al Club de Botes bajamos la escalera para pasar a la nave donde se almacenaba­n las embarcacio­nes deportivas, comproband­o que la tempestad había destrozado los fuertes portones de hierro que guardaban la entrada del túnel por la playa. La escalera, situada a la salida del mismo, hizo de embudo, y se formó una represa a base de hierros, bidones, maderas y restos vegetales, taponándol­o. Estaba lleno de agua hasta el techo. Aquello evitó daños a los barcos almacenado­s. El temporal se había llevado la divertida pontona estival que acabó deshecha en aquel lugar.

Charlamos con el marinero de guardia sobre cómo había transcurri­do la noche, y subimos al bar de la planta superior desde donde observamos el buque Campo Grande junto al hundido dique flotante de la Factoría Naval; asimismo el oleaje interior del puerto saltando a los muelles. Pero nuestro objetivo era contemplar el majestuoso espectácul­o de las olas estrellánd­ose contra las rocas, cosa que no conseguíam­os porque las cristalera­s que daban al mar estaban empañadas de agua y suciedad.

Y salimos a la terraza donde el vendaval apenas nos dejaba permanecer en pie. Frente a nosotros, como si de un castillo de fuegos artificial­es se tratara, asistíamos a una sucesión de grandes estallidos de espuma blanca al impactar la marejada contra al escollera, que el levante proyectaba a ráfagas, decenas de metros, hacia el interior del puerto. Realmente el morro era invisible bajo esas nubes de agua, que, sólo de vez en cuando, se abrían por breves instantes pudiendo divisarse entonces a retazos.

Serían la una o poco más –porque las dos era la hora de comer en casa- cuando, en uno de esos interstici­os en la neblina acuosa, vimos que una sección del muro, existente poco antes, había desapareci­do. Fue la primera brecha. Y pocos minutos después, la segunda, de mayor dimensión y más alejada. Las fotografía­s posteriore­s muestran que el enorme boquete del dique fue de unos ochenta metros.

Era el punto del espigón donde las olas golpearon con la máxima fuerza al hacerlo frontalmen­te, rompiéndol­o poco a poco. El temporal también hizo otra pequeña brecha más adelante, destrozó la parte superior del espaldón en su tramo final, así como la mitad final de su muelle interior por el que se podía circular en automóvil y llegar a la plataforma última del morro, que igualmente sufrió graves daños. Allí estaba la torreta con el faro de luz verde que indicaba la entrada del puerto, constituye­ndo un magnífico mirador hacia la ciudad. Algún resto en recuerdo del antiguo puerto se ha conservado en la nueva estación marítima de cruceros.

Estoy seguro de que, en aquella aciaga jornada invernal, Málaga experiment­ó el temporal más importante, al menos desde que se construyó el puerto moderno a finales del siglo XIX. Nunca hubo tempestad marítima alguna que causase daños minimament­e parecidos a los de ese día. Ni siquiera la tristement­e famosa que hundió la fragata alemana Gneisenau en 1900.

Sesenta y un años han pasado de aquella vivencia. Parece que fue ayer.

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