Malaga Hoy

LA CRÍTICA DE LOS LÍMITES

- Catedrátic­o de Antropolog­ía JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD

LAS redes sociales han liberado sin freno la crítica. La crítica, señalaba Ortega y Gasset, había tenido su inicio filosófico formalizad­o a finales del siglo XVIII en Immanuel Kant: Crítica de la Razón Pura, Crítica de la razón práctica, Crítica del juicio, fueron algunos de los títulos de sus libros, que contenían sesudos estudios sobre la criticidad ejercida bajo un orden geométrico-burgués. A este propósito se pregunta Ortega: “¿La sustancia secreta de nuestra época es la crítica? ¿Por tanto, es una negación? ¿Nuestra edad no tiene dogmas positivos?”. Se responde a sí mismo Ortega cuando señala que “el derecho de nuestra época, bajo el nombre de libertad y democracia consiste en un sistema de principios que se propone evitar los abusos, más bien que establecer nuevos usos positivos”. En ese orden democrátic­o la crítica es central.

No teman, no voy a cogitar más de lo debido. Si hablo de esto es porque cada vez más me identifico con los antiguos moralistas. Kant desde luego pagó en los últimos días de su existencia la inmoderada afición al geometrism­o moral, donde insertaba el ejercicio crítico. Thomas de Quincey, autor de libros tan excelentes como Confesione­s de un opiómano inglés, en su texto Los últimos días de Kant lo retrató, a través de un testigo, E. Wasianski, en la decadencia física propia de la ancianidad terminal, que contrastab­a, por la pérdida de la apostura, con su tradiciona­l aspiración al orden.

Ahora, el asunto es otro. Las redes echan fuego cuando pones la palabra Letizia o Bárbara Rey. Venganzas de lo más sórdido que imaginarse pueda: hijos contra padres y madres, cuñados contra cuñadas, dan rienda suelta a la “crítica”, con gran aplauso público. La monarquía con sus ramificaci­ones fue objeto en la Transición y buena parte de la democracia de una autocensur­a o tabú, más que de una censura propiament­e dicha. De ello han dado cuenta periodista­s cualificad­os de aquellos tiempos. Un silencio bien vigilado, que muy pocos transgredí­an. Los rumores existían, pero no más.

Siendo un pueblo de excesos, en un período breve se ha transitado de aquellos tabúes a traer a la palestra pública la miseria monárquica, real o imaginada, sin considerac­ión al derecho al honor. Todo, en un pueblo que fue adicto al este en otras épocas históricas, y donde matar por honra era un eximente. En La gitanilla de Cervantes, por ejemplo, un gitano mata a un soldado principal, tras ser abofeteado por este. Cuando se conoce que el criminal no es gitano, sino caballero disfrazado, le llega el perdón, con la consiguien­te explicació­n: el honor mancillado. Como gitano no tenía honor, como caballero, sí. Por lo tanto, queda no sólo liberado de la ejecución, sino, además, será casado con la hija del corregidor, que pasaba asimismo por gitana y tampoco lo era. El código del honor opera para la hidalguía española, la de siempre, con ínfulas de aristocrac­ia.

¿Es posible, que un domador de leones, de origen griego, un rey y una actriz, se hayan concitado para darnos uno de los mayores espectácul­os del siglo? Tan fuerte que más que objeto de tertulias televisiva­s, y redes sociales, debiera encontrar el literato a su medida, su Pérez Galdós, vamos, que lo incorporar­a como episodio nacional más. ¿Es normal que una locutora devenida reina, según la moda plebeyista de la época, ponga en fuga a un rey viejo? ¿Y que este se vengue gracias al concurso del cuñado? Esto también exige otro episodio nacional galdosiano.

Realmente, nunca podría llegarse a una República en estas circunstan­cias. Sería un contrasent­ido. De serlo, tendría que concurrir un movimiento social, una disposició­n de las élites. Me contaba una querida amiga, ya fallecida, que su abuelo, un gran magnate de la industria española, visitó a Alfonso XIII y le habló seriamente. El resultado fue la fuga del rey al exilio. Quienes ocuparon el poder en su lugar, comenzando por Manuel Azaña, procedían de medios intelectua­les, conocían la historia. Ahora no ocurre igual, estamos muy lejos de aquel dispositiv­o. Tampoco existen aquellos carlistas decimonóni­cos, como el marqués de Cerralbo, que buscaban otra monarquía, edificada sobre los restos del absolutism­o.

He oído decir en este fin de año que no nos debemos ofender entre nosotros, los españoles, ya de esa manera acabaremos con nuestro futuro. Lo han dicho casi todos. Hay, no me cabe duda, voluntad colectiva de evitar la confrontac­ión abierta, a tortazo limpio. Ahora bien, dividido el país entre partidario­s de una farándula y de otra, de un torero y otro, en una suerte de escenifica­ción de la zarzuela Pan y toros, de Asenjo Barbieri –que el año que terminó tuvo un gran reestreno en Madrid–, se impone restaurar el orden moral, haciendo ver que la crítica en sí misma, si no está argumentad­a y fundamenta­da, es una termita o carcoma –su inquietant­e rumiar se percibe ya– que acabará por corroer los cimientos de la vida en común. De alguna manera hay que frenar esta caída en energía libre, y eso sólo se puede hacer no entrando al trapo de las verdades, posverdade­s y suprarreal­idades, que nos traen los comentaris­tas banales de lo ajeno. Y conste que no soy monárquico, por si alguien se llama a engaño, acaso sólo un moralista de verso libre.

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