ANTONIO HERNÁNDEZ RODICIO
sarrollo, demografía, medio ambiente) en su libro Beyond Growth sostiene que el término “crecimiento sostenible” es un oxímoron ya que apela a la creencia de que el crecimiento puede ser ilimitado. Afirma que es una idea falsa impuesta por los economistas clásicos, que partían de la idea de que la materia prima era infinita. Desde otra actividad económica, Alain Ducasse, uno de los cocineros más reconocidos en todos los ámbitos, con decenas de restaurantes de lujo por medio mundo, fue el primero en adelantarse a su tiempo: “Comer es un acto político”. Comer contamina y encadena muchas responsabilidades colectivas desde la tierra al plato. Es una contaminación necesaria pero innegable. Pero el nudo es tal que exponer en la plaza pública a las políticas medioambientales como causa del desastre que tenemos entre manos y su hipotética cancelación como solución a los problemas es sencillamente una estupidez.
CULPAR A LOS AGRICULTORES
Los Verdes también están cosechando votos haciendo justo lo contrario. Las políticas verdes no se imponen a machamartillo. Este ámbito, con intereses muy cruzados y actores de tamaño e influencia bien diferenciados, requiere de más diálogo y pedagogía que casi cualquier otro. Culpabilizar a los agricultores es otra sandez, decirles que hacen las cosas mal es impropio y ocasiona el rechazo añadido al urbanita intelectualizado que le dice al agricultor con las manos encallecidas cómo ha de hacer las cosas. El campo tampoco será sostenible si la gente que lo trabaja malvive, como es el caso de millones de agricultores en toda la UE. Los costes laborales se han disparado, al igual que los energéticos, los precios fluctúan permanentemente, la pérdida de valor del producto en origen y el dominio de las grandes corporaciones agroindustriales y los problemas crecientes para competir con los productos de fuera han estrangulado definitivamente al campo europeo. Y ha estallado.
Las únicas políticas posibles son las que logren un equilibrio entre la productividad económica, la sostenibilidad ambiental y el mantenimiento de las labores agrícolas.
SI ES COMIDA Y DE CALIDAD NO ES BARATA
Cada año, 19 millones de hectáreas de bosques tropicales se reconvierten en tierras de cultivo y el 70% del agua se destina a labores agrícolas. Anualmente se sacrifican 70.000 millones de animales dedicados a la alimentación, de los cuales las reses son 300 millones. Y un dato espeluznante es que el 70% de la superficie agrícola disponible no se utiliza en el cultivo de productos para consumo humano, sino como alimento para el ganado. La arquitecta y ensayista inglesa Carolyn Steel ha desarrollado una
tesis que ataca el fondo del problema: la mayoría de costes de la comida industrial (deforestación, erosión del suelo, agotamiento del agua, contaminación, despoblación rural, destrucción de la biodiversidad, desempleo, obesidad, cambio climático y extinción masiva) no se computan en el precio que pagamos por ese tipo de productos en las tiendas. Es una factura determinante que no se incluye en el coste: de alguna forma se socializa, porque lo pagamos entre todos. Así, en un libro imprescindible titulado Sitopía, afirma que el problema real es que “la idea de la comida barata es una ilusión creada por productores industriales y gobiernos que pretenden ocultar el verdadero coste de la vida” y añade: “Si es comida y es de calidad difícilmente es barata”.
AGROINDUSTRIA: EL PODER FÁCTICO
Cuatro empresas globales –ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus– controlan el 75% del comercio internacional
de cereales. No solo tienen capacidad para regular las producciones y fijar los precios globales del producto, sino que pueden decidir qué cultivan los agricultores locales, una decisión pura de mercado que va contra los productos tradicionales y locales e incluso contra los intereses de un país. Locke dejo escrito que si queremos una sociedad democrática es necesario recuperar el control sobre la comida, algo muy lejos de lo que ocurre actualmente. Los agricultores piden precisamente una regulación más estricta para las grandes corporaciones.
Sin embargo, la primera cesión de la Unión Europea ha sido relajar la prohibición del uso de los pesticidas químicos, pese a que está acreditado que causan contaminación del suelo, el agua y el aire, así como contribuyen a la pérdida de biodiversidad y tienen un impacto negativo en la salud humana y el ecosistema. De hecho, esos fueron los argumentos
de Bruselas cuando en 2022 impulsó su iniciativa legislativa, de la que hoy se desdice. La idea era reducir en un 50% el uso de los plaguicidas químicos y llegar a 2030 con los plaguicidas más peligrosos desaparecidos de la faz de la tierra. Hace poco más de un año los países más afectados pidieron a la Unión Europea que volviera a analizar el impacto de la prohibición ya que no tenía en cuenta que la invasión rusa de Ucrania tendría consecuencias en la agricultura. Aunque se afirmaba que la ley no ponía en riesgo la seguridad alimentaria, el lobby agroalimentario europeo introdujo en la agenda el temor a que la desaparición de estos productos químicos tuviera impacto sobre la seguridad alimentaria. Y el PP europeo defiende su uso argumentando que su prohibición reducirá las cosechas con la consiguiente subida de precios y de las importaciones. De momento el plan ha quedado paralizado y ya veremos qué ocurre con él tras las elecciones del 9 de junio. España, por cierto, es el país de Europa que más pesticidas utiliza y es a la vez un gran exportador. El más vendido de todos ellos es el glifosato (de Bayer-Monsanto), que se utiliza para acabar con las malas hierbas, un herbicida al que se le atribuyen efectos perniciosos para las funciones sexuales y la fertilidad, según datos de la agencia europea de sustancias y mezclas químicas. Pues ese es el más utilizado en España y en el conjunto del planeta
LOS OTROS MOTIVOS
El mundo del campo presenta además otros problemas añadidos que lo convierten en presa fácil para la ultraderecha. A la falta de rentabilidad y las dificultades para el sostenimiento de una actividad terriblemente dura, a la acaparación de las ayudas por grandes propietarios o inversores (el 20% se lleva el 80%), sumen el envejecimiento de los agricultores y las dificultades para atraer a los jóvenes a la agricultura a un entorno que tiene déficits de servicios públicos relevantes, una actividad considerada casi una esclavitud desde la biblia o una condena por Engels, quien entendía como un síntoma de progreso que los agricultores pudieran abandonar el campo para encadenarse a las fábricas. Este es solo uno de los elementos críticos para este medio justo cuando la humanidad más va a necesitar una agricultura eficaz, sostenible y capaz de alimentar a los 8.500 millones de personas que habitarán la tierra en 2050.
Una explicación complementaria y telúrica que explica que la extrema derecha haya penetrado en los ámbitos rurales la aporta la socióloga franco-israelí Eva Illouz al considerar que la izquierda rompió con la clase obrera –los agricultores son clase obrera, autónomos, pero en entornos muy conservadores– cuando pareció ponerse del lado de las ideologías que no querían mantener el patrón clásico de familia. El éxito de las luchas izquierdistas a favor de la sexualidad, las políticas de igualdad y del mundo LGTBI paradójicamente le ha alejado de estos espacios sociales, que siguen manteniendo la familia clásica como pilar de su existencia.
Y otro argumento lo aporta Manuel Pimentel en su último libro La venganza del campo (Almuzara), explicando que el carro de la compra que iba por 250 euros, y avisa, va a llegar a los 500 como consecuencia del abandono y el desprestigio del medio agrario. Y en medio de este maremágnum vemos a una ex candidata a la presidencia francesa, la socialista Ségolène Royal, ya más cerca de Melenchón, subida en los tractores franceses contra el tomate español. Un mundo de desnortados solo puede conducir a perder definitivamente el norte.