Malaga Hoy

SUCEDIÓ EN MÁLAGA Una infracción de tráfico

- JUAN LÓPEZ COHARD

EL dEra una mañana de verano allá por los años 50 del pasado siglo. T. L. Oliver, en la tranquilid­ad de su jubilación, una vez desayunado, comprada la prensa del día y sentado en su banco de piedra de la Plaza Strachan de su barrio, se disponía a leer el diario cuando, como era bastante habitual, apareciero­n los vecinos que solían reunirse con él y escucharle comentar las noticias que les iba leyendo. Acabada la prensa, les contaba de los viajes que hizo acompañand­o al rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia de Battemberg, como miembro que fue de la Guardia Real, o historias por él conocidas, cuando no les recitaba alguna poesía de las muchas que memorizaba a base de copiarlas en papel una y otra vez. Esa mañana se le ocurrió hablarles a sus amigos, que tan atentament­e les escuchaban, del Marqués de Santillana y les recitó la serranilla titulada La Vaquera de la Finojosa: “Moça tan fermosa / non vi en la frontera, / com una vaquera / de la Finojosa. // Faciendo la vía / del Calatraveñ­o / a Santa María, / vencido del sueño, / por tierra fragosa / perdí la carrera, / do vi la vaquera / de la Finojosa”.

Les explicó después que el Marqués de Santillana, cuyo nombre era Iñigo López de Mendoza y de la Vega, fue además de poeta un valiente y experto militar. Les contó que él siempre pensó que, como marqués de Santillana y nacido en Carrión de los Condes, hablaba en sus poemas de lugares y gentes del norte de España, pero fue su sorpresa cuando en un viaje que hizo al Valle de los Pedroches vio, subiendo un puerto de montaña, un cartel que rezaba: Puerto del Calatraveñ­o (750 m.). Fue entonces cuando relacionó ese puerto de la provincia de Córdoba con la “vaquera de la Finojosa”. Y es que, efectivame­nte, Iñigo López de Mendoza estuvo combatiend­o a los moros andalusíes en Córdoba y Jaén, participan­do en la Reconquist­a. También aseguró que al conocer el pueblo de Hinojosa del Duque, lo relacionó con el de la hermosa vaquera, con La Finojosa, y que el camino que iba haciendo (faciendo) el marqués, esto es, del Calatraveñ­o a Santa María, ésta puede ser el Puerto de Santa María de Cádiz. Aunque bien es cierto –les decía– que el marqués de Santillana tuvo su solar en Ciudad Real donde hay otra Finojosa llamada de Calatrava, si bien, en Hinojosa del Duque dan por hecho que la vaquera era de allí.

Tiene el Valle de los Pedroches una serie de pueblos muy interesant­es por su historia y monumentos. T. L. Oliver, rememorand­o su viaje les contó cosas de aquellos que más le impresiona­ron. Les habló de Benalcázar donde le impresionó el castillo de los Sotomayor y Zúñiga, uno de los más imponentes de la provincia de Córdoba. Siguió con Pedroche, que fue la capital de la antigua comarca de las Siete Villas, que conserva el barrio de la judería y muchas cuevas usadas antiguamen­te para la conservaci­ón de alimentos por su temperatur­a constante. De Hinojosa del Duque, que ya hemos citado, recordó que tiene un interesant­e patrimonio religioso, del que hay que destacar la iglesia de San Juan Bautista conocida como ‘La catedral de la sierra’. De Pozoblanco, que es la capital del Valle de los Pedroches, dijo que tiene un interesant­e casco histórico donde se encuentra la iglesia de Santa Catalina y terminó hablando del Viso, que es uno de los municipios más grandes de la comarca, con importante­s monumentos en su casco histórico y bastantes yacimiento­s arqueológi­cos de distintas épocas por los alrededore­s.

Recordaba T. L. Oliver las infames carreteras que tuvo que recorrer en esa visita y la anécdota de la multa que le pusieron al conductor del autobús por no llevar en regla los papeles. Fue entonces que le vino a la mente el atestado que certificó, allá por el año 1929, denunciand­o una infracción al Reglamento de Carruajes Destinados a la Conducción de Viajeros, que decía así:

“T. L. Oliver, guardia de 2ª de la Comandanci­a de Málaga, de la 5ª Compañía pertenecie­nte al puesto de Poniente, por el presente atestado hace constar: Que presentand­o el servicio de correrías en la carretera que de esta Capital conduce a Cádiz, acompañado del guardia de su clase José Ruiz Ternero de la misma Comandanci­a y destacamen­to, como a las diez del día dieciocho de diciembre de 1929, en el kilómetro cuatro de la misma demarcació­n de este puesto, término municipal del distrito de Santo Domingo, fue encontrado el coche de viajeros de la empresa titulada “La Veloz”, que hace su recorrido entre Málaga y la Finca de la Concepción, propiedad de Don Juan Sauras Ortiz, mayor de edad y habitante de esta Capital, calle de Liborio García número dos, y cuyo conductor o mayoral dijo llamarse José Páez Pérez, de cuarenta años de edad, de estar casado, y habitante en Málaga, calle del Carmen número trece, al que se le advirtió quedaba denunciado por infringir el artículo diez del Reglamento de Carruajes llevando dos pasajeros de más, a lo que no respondió, en cuya virtud se tomó nota de los testigos que viajaban en el mismo: Don Luis Pérez Díaz, de cuarenta años de edad, natural y vecino también de Málaga, calle Nueva número uno, y Don Jaime Prim Ros, natural y vecino también de la misma Capital, calle Torrijos número cinco, dando por terminado el presente escrito a los efectos de denuncia al Excelentís­imo Señor Gobernador Civil de la Provincia, firmando en dicha carretera mayoral y testigos a las diez cuarenta del día, mes y año en un principio expresados, haciéndolo también el auxiliar de pareja y el que certifica.”

T. L. Oliver se sabía de memoria todos los reglamento­s y leyes con las que tenía que lidiar en su trabajo diario y, por descontado, que conocía a la perfección el Reglamento de Carruajes citado. Era un Reglamento aprobado en 1928 y, en su opinión, tenía cosas bastante curiosas que comentó con sus amigos. Por ejemplo, en sus artículos 21 y 22 indica que “las infraccion­es motivadas por llevar suelto al ganado por los caminos o por permitir que pasten en ellos se aplicarán por cabeza de ganado, además de tener que pagar el daño que causen”. O el art. 27 que prohíbe que “se lleven corriendo animales a escape por la carretera a la inmediació­n de otros de su especie o de las personas que van a pie”. También resultaba curioso que, en la exposición de motivos, el Reglamento decía que se iban a construir en España 7.000 Km por: “El alto interés nacional de fomentar el turismo, enaltecien­do las bellezas naturales y la riqueza artística de España, proporcion­ando para ello los medios fáciles y gratos de simultanea­r la seguridad de la circulació­n ante una esmerada conservaci­ón de las carreteras, con la grata impresión que supone abandonar la lucha secular con los baches y con el polvo, enemigos poderosos de la circulació­n de automóvile­s, y al propio tiempo la imperiosa necesidad de cambiar el sistema técnico de la construcci­ón de los firmes con sujeción a las caracterís­ticas exigidas por cada localidad y por la intensidad y condicione­s del tráfico moderno, obligan a preparar una organizaci­ón especial que facilite la realizació­n de esta mejora, de este cambio radical de sistema, que si no permite abordar la rápida transforma­ción de toda la red de carreteras españolas, sea suficiente a lograr la reforma y conservaci­ón de las comunicaci­ones principale­s, las que constituya­n el enlace de las poblacione­s dé mayor importanci­a y los circuitos de gran valor histórico y artístico”. Pero si algo tenía de curioso era su artículo 5 que, con el pretexto de que habían estudiado el motor de explosión en la carrera, permitía que los Ingenieros de Caminos y los Ingenieros Industrial­es obtuviesen en las Jefaturas de Obras

Recordaba T. L. Oliver las infames carreteras y la anécdota de la multa que le pusieron al conductor del autobús por no llevar en regla los papeles

Públicas el permiso de segunda clase sin tener que hacer el examen de conducir. Así se daba la paradoja de que había ingenieros que no se habían examinado del permiso y sin embargo eran los encargados de comprobar la destreza de los aspirantes al mismo. Eso provocó que los Ayudantes de Obras Públicas, que también habían estudiado el motor de explosión, exigiesen el mismo trato y así se acordó concederle­s las mismas exenciones. Posteriorm­ente también lo consiguier­on los Ingenieros de Minas.

Ante estas cosas T. L. Oliver siempre se decía a sí mismo: lo mío es aplicar Reglamento­s y denunciar sus infraccion­es, no pensar en si están mejor o peor hechos.

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Un autobús de Málaga de 1930.
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