SUCEDIÓ EN MÁLAGA Una infracción de tráfico
EL dEra una mañana de verano allá por los años 50 del pasado siglo. T. L. Oliver, en la tranquilidad de su jubilación, una vez desayunado, comprada la prensa del día y sentado en su banco de piedra de la Plaza Strachan de su barrio, se disponía a leer el diario cuando, como era bastante habitual, aparecieron los vecinos que solían reunirse con él y escucharle comentar las noticias que les iba leyendo. Acabada la prensa, les contaba de los viajes que hizo acompañando al rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia de Battemberg, como miembro que fue de la Guardia Real, o historias por él conocidas, cuando no les recitaba alguna poesía de las muchas que memorizaba a base de copiarlas en papel una y otra vez. Esa mañana se le ocurrió hablarles a sus amigos, que tan atentamente les escuchaban, del Marqués de Santillana y les recitó la serranilla titulada La Vaquera de la Finojosa: “Moça tan fermosa / non vi en la frontera, / com una vaquera / de la Finojosa. // Faciendo la vía / del Calatraveño / a Santa María, / vencido del sueño, / por tierra fragosa / perdí la carrera, / do vi la vaquera / de la Finojosa”.
Les explicó después que el Marqués de Santillana, cuyo nombre era Iñigo López de Mendoza y de la Vega, fue además de poeta un valiente y experto militar. Les contó que él siempre pensó que, como marqués de Santillana y nacido en Carrión de los Condes, hablaba en sus poemas de lugares y gentes del norte de España, pero fue su sorpresa cuando en un viaje que hizo al Valle de los Pedroches vio, subiendo un puerto de montaña, un cartel que rezaba: Puerto del Calatraveño (750 m.). Fue entonces cuando relacionó ese puerto de la provincia de Córdoba con la “vaquera de la Finojosa”. Y es que, efectivamente, Iñigo López de Mendoza estuvo combatiendo a los moros andalusíes en Córdoba y Jaén, participando en la Reconquista. También aseguró que al conocer el pueblo de Hinojosa del Duque, lo relacionó con el de la hermosa vaquera, con La Finojosa, y que el camino que iba haciendo (faciendo) el marqués, esto es, del Calatraveño a Santa María, ésta puede ser el Puerto de Santa María de Cádiz. Aunque bien es cierto –les decía– que el marqués de Santillana tuvo su solar en Ciudad Real donde hay otra Finojosa llamada de Calatrava, si bien, en Hinojosa del Duque dan por hecho que la vaquera era de allí.
Tiene el Valle de los Pedroches una serie de pueblos muy interesantes por su historia y monumentos. T. L. Oliver, rememorando su viaje les contó cosas de aquellos que más le impresionaron. Les habló de Benalcázar donde le impresionó el castillo de los Sotomayor y Zúñiga, uno de los más imponentes de la provincia de Córdoba. Siguió con Pedroche, que fue la capital de la antigua comarca de las Siete Villas, que conserva el barrio de la judería y muchas cuevas usadas antiguamente para la conservación de alimentos por su temperatura constante. De Hinojosa del Duque, que ya hemos citado, recordó que tiene un interesante patrimonio religioso, del que hay que destacar la iglesia de San Juan Bautista conocida como ‘La catedral de la sierra’. De Pozoblanco, que es la capital del Valle de los Pedroches, dijo que tiene un interesante casco histórico donde se encuentra la iglesia de Santa Catalina y terminó hablando del Viso, que es uno de los municipios más grandes de la comarca, con importantes monumentos en su casco histórico y bastantes yacimientos arqueológicos de distintas épocas por los alrededores.
Recordaba T. L. Oliver las infames carreteras que tuvo que recorrer en esa visita y la anécdota de la multa que le pusieron al conductor del autobús por no llevar en regla los papeles. Fue entonces que le vino a la mente el atestado que certificó, allá por el año 1929, denunciando una infracción al Reglamento de Carruajes Destinados a la Conducción de Viajeros, que decía así:
“T. L. Oliver, guardia de 2ª de la Comandancia de Málaga, de la 5ª Compañía perteneciente al puesto de Poniente, por el presente atestado hace constar: Que presentando el servicio de correrías en la carretera que de esta Capital conduce a Cádiz, acompañado del guardia de su clase José Ruiz Ternero de la misma Comandancia y destacamento, como a las diez del día dieciocho de diciembre de 1929, en el kilómetro cuatro de la misma demarcación de este puesto, término municipal del distrito de Santo Domingo, fue encontrado el coche de viajeros de la empresa titulada “La Veloz”, que hace su recorrido entre Málaga y la Finca de la Concepción, propiedad de Don Juan Sauras Ortiz, mayor de edad y habitante de esta Capital, calle de Liborio García número dos, y cuyo conductor o mayoral dijo llamarse José Páez Pérez, de cuarenta años de edad, de estar casado, y habitante en Málaga, calle del Carmen número trece, al que se le advirtió quedaba denunciado por infringir el artículo diez del Reglamento de Carruajes llevando dos pasajeros de más, a lo que no respondió, en cuya virtud se tomó nota de los testigos que viajaban en el mismo: Don Luis Pérez Díaz, de cuarenta años de edad, natural y vecino también de Málaga, calle Nueva número uno, y Don Jaime Prim Ros, natural y vecino también de la misma Capital, calle Torrijos número cinco, dando por terminado el presente escrito a los efectos de denuncia al Excelentísimo Señor Gobernador Civil de la Provincia, firmando en dicha carretera mayoral y testigos a las diez cuarenta del día, mes y año en un principio expresados, haciéndolo también el auxiliar de pareja y el que certifica.”
T. L. Oliver se sabía de memoria todos los reglamentos y leyes con las que tenía que lidiar en su trabajo diario y, por descontado, que conocía a la perfección el Reglamento de Carruajes citado. Era un Reglamento aprobado en 1928 y, en su opinión, tenía cosas bastante curiosas que comentó con sus amigos. Por ejemplo, en sus artículos 21 y 22 indica que “las infracciones motivadas por llevar suelto al ganado por los caminos o por permitir que pasten en ellos se aplicarán por cabeza de ganado, además de tener que pagar el daño que causen”. O el art. 27 que prohíbe que “se lleven corriendo animales a escape por la carretera a la inmediación de otros de su especie o de las personas que van a pie”. También resultaba curioso que, en la exposición de motivos, el Reglamento decía que se iban a construir en España 7.000 Km por: “El alto interés nacional de fomentar el turismo, enalteciendo las bellezas naturales y la riqueza artística de España, proporcionando para ello los medios fáciles y gratos de simultanear la seguridad de la circulación ante una esmerada conservación de las carreteras, con la grata impresión que supone abandonar la lucha secular con los baches y con el polvo, enemigos poderosos de la circulación de automóviles, y al propio tiempo la imperiosa necesidad de cambiar el sistema técnico de la construcción de los firmes con sujeción a las características exigidas por cada localidad y por la intensidad y condiciones del tráfico moderno, obligan a preparar una organización especial que facilite la realización de esta mejora, de este cambio radical de sistema, que si no permite abordar la rápida transformación de toda la red de carreteras españolas, sea suficiente a lograr la reforma y conservación de las comunicaciones principales, las que constituyan el enlace de las poblaciones dé mayor importancia y los circuitos de gran valor histórico y artístico”. Pero si algo tenía de curioso era su artículo 5 que, con el pretexto de que habían estudiado el motor de explosión en la carrera, permitía que los Ingenieros de Caminos y los Ingenieros Industriales obtuviesen en las Jefaturas de Obras
Recordaba T. L. Oliver las infames carreteras y la anécdota de la multa que le pusieron al conductor del autobús por no llevar en regla los papeles
Públicas el permiso de segunda clase sin tener que hacer el examen de conducir. Así se daba la paradoja de que había ingenieros que no se habían examinado del permiso y sin embargo eran los encargados de comprobar la destreza de los aspirantes al mismo. Eso provocó que los Ayudantes de Obras Públicas, que también habían estudiado el motor de explosión, exigiesen el mismo trato y así se acordó concederles las mismas exenciones. Posteriormente también lo consiguieron los Ingenieros de Minas.
Ante estas cosas T. L. Oliver siempre se decía a sí mismo: lo mío es aplicar Reglamentos y denunciar sus infracciones, no pensar en si están mejor o peor hechos.