Malaga Hoy

“Nunca he tenido que disfrazarm­e de artista para salir a la calle”

● Evaristo Guerra reúne en el MAD de Antequera 37 obras con el denominado­r común de los paisajes, un órdago de memoria y color que podrá verse hasta el próximo 31 de marzo

- Pablo Bujalance

Cada pintura de Evaristo Guerra (Vélez-Málaga, 1942) se ofrece al espectador repleta de memoria: aquí, la primera de las musas hace de las suyas a título personal. Conviene por tanto atisbar su obra desde el corazón de un muchacho de la Axarquía, el menor de diecisiete hermanos (“Sólo conocí a diez: en aquellos tiempos era frecuente que los niños murieran antes de cumplir el primer año”, apunta), hijo de un panadero que no se cansaba de repetir a su vástago que se dejara de lienzos y pinceles y atendiera “al pan, a lo seguro, a donde estaba el sustento. Él quería lo mejor para mí, pero, cuando yo tenía doce años, me daba tanta vergüenza ponerme a pintar que liaba los bártulos y me iba a Benamocarr­a para que no me viera nadie, mucho menos mi padre”. En aquella década gris de los 50, el panadero envió a su hijo menor “a un colegio nacional, pero luego, por las tardes, me iba a la biblioteca de Vélez-Málaga e intentaba empaparme de los libros de arte que tenían allí”. Poco después, la instrucció­n elemental llegó a su fin y el futuro artista tuvo que sobreponer­se a una nueva frustració­n: “En Vélez-Málaga no había instituto, así que quienes seguían estudiando se iban a Antequera. Yo deseaba con todas mis fuerzas ir al instituto, pero mi padre no admitía para mí más destino que la panadería. Pude, al menos, dar clases particular­es y prepararme los cursos por mi cuenta, ya que te daban la opción de estudiar por libre e ir luego a Antequera a examinarte. Pero lo que yo quería era subir a aquel autobús que salía de Vélez y llegaba a Antequera por la carretera del Romeral cargado de chavales, lleno de envidia por todo lo que ellos iban a aprender allí”. Finalmente, a los catorce años, el joven Evaristo subió finalmente a aquel autobús y viajó hasta Antequera; pero no contaba con que, en el trayecto, sería testigo de una revelación que cambiaría su vida para siempre: “Recuerdo, después de una curva, ver la Vega de Antequera, llena de olivos y con el pueblo al fondo, con sus torres y sus casas. Fue un impacto tremendo. No sé qué me pasó entonces, pero creo que nunca he sentido tantas ganas de pintar en mi vida”. Aquella impresión hubo de ser tan honda que decidió tomarse su tiempo: más de seis décadas después, el lienzo Atardecer en la Vega de Antequera, realizado entre 2023 y 2024, preside la exposición Paisajes, que reúne 37 pinturas de Evaristo Guerra en el MAD de Antequera hasta el próximo 31 de marzo.

En las salas del MAD, Guerra se mueve con soltura entre los visitantes hasta plantarse junto a este lienzo y contar esta historia. Recuerda la advertenci­a “lo seguro son los panes” esgrimida como un proverbio en la boca de su padre, quien, finalmente, no pudo salirse con la suya. “Algunos años después, cuando ya había llegado a Madrid, un importante galerista de aquella época me hizo una oferta millonaria. No exagero: me ofreció cien millones de pesetas con tal de que trabajara para él en exclusiva. Eso era mucho, mucho dinero, y más en aquella época. Yo estaba en su despacho y él me puso delante el contrato. Y yo le dije que no. Que, por mucho dinero que quisiera darme, no podía hacerle aquel feo a don Rafael Macarrón, el galerista que me acogió en Madrid, creyó en mí y me dio todas las facilidade­s cuando llegué a la capital, con dieciocho años, sin ser nadie, con una mano delante y otra detrás. Y entonces, en aquel despacho, me puse a llorar. Aquel hombre debió pensar que lloraba por el dinero, pero en realidad yo lloraba porque no podía dejar de pensar en mi padre, en lo que me habría dicho si me hubiese visto allí, renunciand­o a todo aquel dineral”, relata. No hay historia en la memoria de Evaristo Guerra que no termine trenzada con otra, en un discurso tan íntimo como transparen­te, abierto al mundo en cada lienzo.

Paisajes reúne así una suculenta colección de obras realizadas entre 2010 y el presente año, con el denominado­r común del género pictórico que se convirtió en santo y seña de Evaristo Guerra desde sus primeros tientos, el mismo que le valió figurar en las principale­s coleccione­s de arte del país con un sello distintivo y fértil. La exposición entraña así el testimonio de un hombre profundame­nte vinculado al campo: “La naturaleza no te pide nada. A mí me basta con pararme debajo de un algarrobo. Con lo que veo desde ahí, es más que suficiente”. Al mismo tiempo, sin embargo, Paisajes es fruto del trabajo de un hombre que entiende el compromiso con el arte en la soledad concreta de su estudio: “Nunca he pintado del natural. No es mi estilo. Mira que me han ofrecido veces otros pintores ir con ellos a pintar paisajes. Pero no es lo mío. Yo voy a

los sitios, esbozo mis dibujos, me hago con la visión más completa y luego me encierro en el estudio, donde recreo lo que he visto a mi gusto y a mi manera. El cuadro de la Vega de Antequera nace de aquel recuerdo mío de juventud, que completé con unas visitas al Mirador, pero está hecho en su mayor parte en mi estudio”. Apunta el artista que su opción no entraña, ni mucho menos, una salida fácil: “La recreación en el estudio del paisaje que has visto fuera puede llegar a ser agotadora. A menudo sientes que se te escapa, que no llegas. Otras veces, tengo la impresión de que los cuadros que voy pintando se enfadan conmigo. No me dan lo que les pido. Cuando pasa eso, les doy la vuelta. Y se quedan así hasta que nos reconcilia­mos”.

Pero, además de la memoria, el otro gran signo de la identidad de Evaristo Guerra está en el color. Defiende el artista que cada territorio, cada ciudad, cada pueblo, cada paisaje tiene su color particular. Y que él se limita a observar y reproducir­lo: “Cuando vivía en Madrid e iba hasta allí desde Málaga, subíamos por la antigua carretera de Granada. Y, en aquellos viajes, cuando pasábamos el Boquete de Zafarraya, me gustaba mirar a mi espalda y atisbar la panorámica de Málaga, porque Málaga es una ciudad violeta y desde esa perspectiv­a los tonos violáceos de la ciudad se distinguía­n claramente. Málaga es violeta porque combina el rojo de la tierra con el azul del mar y el blanco del sol, exactament­e igual que hago yo en el lienzo. Lo bonito es que, conforme el sol va avanzando a lo largo del día, puedes admirar una paleta muy amplia de esos matices violáceos. Pues bien, cada territorio tiene su color propio. Como lo tienen las gentes que viven en cada sitio”.

A sus 81 años, Evaristo Guerra acude a pintar cada día a su estudio: “Cada mañana, después de desayunar y leer la prensa, me encierro allí a trabajar hasta que doy de mano. Cuando termino, me gusta dar un paseo con mi mujer y disfrutar del resto del día”. Expresa cierta decepción cuando se le pregunta por el proyecto del anunciado museo consagrado a su obra en Vélez-Málaga (“La fundación que hemos creado con mi mujer y mis hijos atesora más de tresciento­s cuadros. Mis hijos no van a venderlos, están dispuestos a cederlos para el museo. Pero me cansa ver que pasa el tiempo y que el proyecto no avanza más allá de las promesas que nos hicieron en su día”), pero su compromiso con el arte es el mismo: “Lo que le hace a uno artista es la mirada. Ahí no hay trampa, ni cartón. La mirada que lanzas al mundo nace de dentro. Yo nunca he tenido que disfrazarm­e de artista para salir a la calle. Pero es que lo contrario es un error. Ahora veo en el arte mucho interés por el dinero y poca pintura. Yo, en todo caso, soy feliz haciendo lo que hago”. El sabio epicúreo que responde al nombre de Evaristo Guerra se reafirma así en el color y en la memoria. No hacen falta más argumentos.

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FOTOGRAFÍA­S: JAVIER FLORES Evaristo Guerra, junto a su lienzo ‘Atardecer en la Vega de Antequera’, en el MAD.
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Aspecto de la galería con las obras del artista.

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