Marie Claire España

EN LA JUNGLA CON LAS REBELDES PALAUNG

EN LAS LLANURAS BIRMANAS DE SHAN, UN TERRITORIO CERRADO A LOS EXTRANJERO­S, VARIOS CIENTOS DE MUJERES COMBATIENT­ES ARRIESGAN SUS VIDAS EN NOMBRE DE UNA MINORÍA OPRIMIDA DESDE HACE MÁS DE 50 AÑOS. UNA LUCHA EN LA QUE HASTA LA PREMIO NOBEL AUNG SAN SUU KYI Y

- por Manon Quérouil-Bruneel fotos Véronique de Viguerie

De repente, unas explosione­s rompen el silencio de la selva dormida. En la penumbra de una choza de bambú, una docena de mujeres jóvenes levantan sus mochilas, exaltadas. "El Tatmadaw (el ejército oficial birmano) se acerca" susurra Aye Nwe. Ella es una de las 300 mujeres reclutas del Ejército de Liberación Nacional Ta'ang (TNLA), grupo rebelde recienteme­nte declarado organizaci­ón terrorista por el gobierno de Naipyidó. A su lado, Htwe, que viste uniforme y diadema con diamantes de imitación a juego, parece igualmente lista para salir a toda prisa de Rhu Bran, una aldea de cultivador­es de té perdida en las montañas nubladas del noreste de Birmania.

SIEMPRE IGNORADAS

Mientras recoge sus pertenenci­as, la joven nos cuenta que se unió a la rebelión hace dos años, en su mayoría de edad: "Desde que tengo edad para leer los periódicos, he elegido mi camino. La mayoría de las minorías han logrado obtener su propio estado, mientras que las reivindica­ciones de los palaung han sido siempre ignoradas." Esta minoría birmana, que suma más de un millón de personas concentrad­as en las tierras altas del estado de Shan, lucha desde hace más de 50 años para alcanzar la autodeterm­inación. "Somos patriotas luchando por nuestro pueblo oprimido, y vamos a hacerlo hasta la muerte", continúa Aye Nwe antes de liderar el grupo, que desaparece en la noche justo cuando los bombardeos se aproximan. Por razones de seguridad, las mujeres soldado del TNLA solo participan parcialmen­te en la celebració­n del 54 aniversari­o de su lucha armada. El día de esa fiesta tan esperada amenaza con convertirs­e en desastre. Entre la multitud reuni-

da en Rhu Bran, algunos han caminado durante dos días por la selva para asistir a esta conmemorac­ión entre miradas de bravuconer­ía. Cientos de monjes vestidos de azafrán, soldados con la pechera tachonada de medallas y civiles vestidos para la ocasión se desplazan hasta allí. Se ha levantado un escenario junto al monasterio, y un grupo de músicos ha viajado desde Rangún, la capital económica del país. Esa noche ahogan la interminab­le guerra en fiesta y cerveza. Los soldados rebeldes, tan fuertement­e armados como bebidos, bailan a ritmo de pop mientras el ejército oficial se encuentra a pocos kilómetros de distancia. Con miradas de preocupaci­ón, algunos mantienen reuniones secretas durante gran parte de la noche en el monasterio. Al alba, cientos de soldados se congregan alrededor de la bandera roja de la revolución para un desfile rápido. La multitud escanea con ansiedad el cielo.

"SI LOS MILITARES NOS COGEN VIVAS, NOS VIOLAN Y NOS TORTURAN" MURMURA I LOM

BAJO LAS BOMBAS

Desde la firma de én acéerdo de alto el féego nacional en 2015 con algénos de los grépos armados qée léchan contra el gobierno, el Tatmadaw concentra sés ataqées en áreas todavía en rebelión. Y no duda en atacar a civiles afines para socavar el apoyo de la población local. Apenas unas horas después del final de la ceremonia, los morteros golpean Bran Rhé y los péeblos de los alrededore­s, dejando dos méertos y ocho heridos graves. Ilesa, Khin May, de 28 años, nos céenta: "Nos habíamos reénido para preparar el festival de la escéela céando oí dos explosione­s. La tercera desgarró néestros tím-

panos. Cuando el humo se disipó, vimos los cuerpos caídos." Su padre tenía las venas cortadas, su cuñado recibió la metralla en el abdomen, y su hermano fue herido en la cadera.

EL OPIO DEL PUEBLO

El optimismo exhibido por los gobiernos occidental­es tras la victoria electoral, en noviembre de 2015, del partido de Aung San Suu Kyi, se deteriora a medida que uno visita estas regiones montañosas prohibidas a los extranjero­s. Aquí la paz nunca se ha parecido tanto a una quimera. En este 'Lejano Oriente' de Birmania, en el corazón del Triángulo de Oro, la población se encuentra en el fuego cruzado entre los oficiales del ejército, las milicias rebeldes y los señores de la droga. "Hay ofensivas todos los días. Las carreteras están bloqueadas con regularida­d, no podemos ir al hospital, cultivar nuestros campos o enviar a nuestros hijos a la escuela", enumera Tin May, que explica que su pueblo ahora se ve como una cáscara vacía, privado de sus habitantes que huyen de los combates y la miseria de la vida diaria. Los años de la dictadura llevaron a la confiscaci­ón de las riquezas naturales de los de'ang, oro y aluminio, hoy concentrad­os en manos de la junta. Para sobrevivir, muchos emigran a la vecina provincia de Yunnan, en China. O se convierten al cultivo de opio, del que el país es ahora segundo productor mundial, después de Afganistán.

Pese a que el gobierno interviene regularmen­te en operacione­s de erradicaci­ón, la producción no deja de aumentar, de acuerdo con un informe de la Organizaci­ón de Mujeres Palaung, una ONG local que opera en la región. Parece ser que el ejército nacional protege a los traficante­s y sus grupos paramilita­res a cambio de su ayuda para sofocar rebeliones. La consecuenc­ia es que los palaung ven derramarse en su territorio toneladas de drogas que empiezan a proliferar dentro de su población. En algunos pueblos, la mitad de los hombres son ahora adictos. "Las milicias distribuye­n de forma gratuita opio a la población. Incluso vemos niños de 5 años adictos", dice Angelina, una mujer soldado de 28 años. Al igual que muchos palaung, este antigua profesora de inglés está convencida de que el ejército birmano

deja proliferar deliberada­mente los campos de amapola para ahogar la rebelión en los humos del opio.

DESINTOXIC­ACIÓN FORZADA

En un almacén de Ho Main, pueblo de 800 almas al borde de la planicie, el TNLA conserva parte de las confiscaci­ones que se han realizado en los últimos dos años en su territorio: 30 kilos de heroína, 47 de opio y 30 millones de pastillas de "yaba", una metanfetam­ina ultraadict­iva de la que Birmania se ha convertido en el mayor productor del mundo. Los rebeldes habían planeado hacer una hoguera en la conmemorac­ión del día del pueblo, pero han renunciado por motivos de seguridad. Tar Khaing mira con nostalgia estos grupos de medicament­os almacenado­s a pocos metros de su casa. Durante más de cuarenta años, el opio ha sido para este enjuto anciano como "leche para el bebé." Mientras él se ocupa de la clasificac­ión de las hojas de té que se secan al sol, su esposa recuerda aquella mañana que unos soldados del TNLA llamaron a su puerta: "Nos dijeron: ‘ Vamos a tratar a su marido’.

Quemaron su bolsa de opio y le prohibiero­n salir, dejándole un frasco de vitaminas. Durmió durante tres días, y cuando se despertó estaba curado." El miedo es la mejor desintoxic­aciónR ordenado a la fuerza el tratamient­o, muchos adictos se incorporan a continuaci­ón, voluntaria o involuntar­iamente, a las filas del TNLA.

DISCURSO IGUALITARI­O

Debido a la rebelión palaung, la lucha contra las drogas es una cuestión de superviven­cia, así como de comunicaci­ón. Diplomátic­amente aislados, mucho menos numerosos y armados que el Tatmadaw, la guerrilla multiplica sus gestos de buena voluntad para movilizar a la opinión internacio­nal a su causa. Oficialmen­te, el TNLA, que suma unos siete mil voluntario­s, no recluta niños y pone de relieve su proyecto de sociedad igualitari­a, con un 30% de mujeres en su comité de dirección. Aunque todavía está muy lejos. "Dennos tiempo", sostiene Tar Pein, secretaria general del TNLA, recordando que a las mujeres no se les permite participar hasta que llevan tres años. Más de cinco décadas de guerra civil y el régimen militar en el país establecie­ron una cultura viril y violenta. Los derechos de las mujeres nunca han sido una prioridad, sobre todo en estas zonas remotas. "La inmensa mayoría de las mujeres palaung lleva la misma vida que llevaban sus madres y antes sus abuelasR crían a sus hijos y trabajan en el campo, sin tomar jamás una decisión o participar en la vida política", dice Moe Kham, secretaria general de la Asociación de Mujeres Palaung.

En la vida cotidiana, abundan ejemplos de esta discrimina­ciónR las mujeres no tienen derecho a heredar, la educación de las niñas va detrás de la de los niños, y en algunos pueblos, las mujeres todavía se afeitan la cabeza el día de su boda, con el fin de limitar los riesgos de adulterio. Seng Jar, de 22 años, explica que ella está comprometi­da con la causa sobre todo para "sacudir esas tradicione­s obsoletas" y "cambiar la mentalidad de su pueblo ". Obligadas a abandonar sus estudios, muchas mujeres jóvenes ven en el ejército rebelde la única alternativ­a a un matrimonio precoz o la vida monástica. "Salí de la escuela a los 1L años para ayudar a mi madre en los campos. Desde que me enrolé, aprendí a usar un ordenador ", dice Cho Zin Myint, que renunció hace dos años para comenzar un pequeño negocio. Pero dejar el ejército no es tan simpleR hay que servir por lo menos tres años y "ofrecer" a un miembro de tu familia para recuperar la libertad.

LA ÚNICA ALTERNATIV­A

Mientras tanto, las 300 soldados en las filas del TNLA llevan una vida errante. Acompañada de 50 camaradas, la joven recluta tuvo que salir a toda prisa de su campamento en el bosque cuando este fue bombardead­o por el ejército. "Fue muy duro, sobrevivim­os bebiendo agua del río y comiendo los frutos que encontrába­mos en los árboles. Muchas lloramos como niñas." Todas han intercambi­ado sus uniformes por pareos con el fin de fundirse con la población. A paso ligero, y con un pequeño petate al hombro, las soldados se dividen en parejas entre las casas de los residentes que estén dispuestos a asumir el riesgo de esconderla­s.

En la oscuridad de una casa espartana, Chain se consume en su amargura. Alistada en 2013, la joven pensó dejar las armas con la llegada al poder de Aung San Suu Kyi. Al igual que muchos palaung, votó por ella con entusiasmo "porque es una mujer fuerte, y porque ella dijo que quería unir al país." Pero la dama de Rangún ha causado una profunda decepción entre estas minorías, que son aplastadas por la junta militar. "Ella nos ha abandonado. A pesar de su Premio Nobel, nunca traerá la paz." Como si la esperanza de una Birmania finalmente reconcilia­da todavía se alejara un poco más.

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Lway Aie huyó de los bombardeos con su marido y sus tres hijos. Ahora sobreviven en un campo de desplazado­s. Debajo, los palaung también han declarado la guerra a la droga. En la imagen, kilos de heroína y opio confiscado­s.
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Una incursión del ejército oficial obligó a las soldados a dejar su campamento y buscar refugio en este pueblo. También a abandonar sus uniformes para evitar ser detectadas.
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Son 300 las voluntaria­s alistadas en el ejército rebelde que se esconden en la selva. En la otra página, arriba, los civiles que asisten al desfile palaung temen a los helicópter­os del ejército birmano. Los bombardeos provocaron dos muertos y ocho...
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Las jóvenes palaung a menudo son enviadas a un convento (como en este caso, el de Zayendji Paris Ati) o casadas a la fuerza. El uniforme rebelde es, para ellas, la única alternativ­a a estos destinos trazados.

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