Marie Claire España

FINAL DEL VERANO

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El día antes de empezar el colegio, en el rostro de Marcela volvió a aparecer aquella mirada turbia y vacante. Por la noche vomitó y, aunque mi marido opinó que era mejor que la dejáramos unos días en casa, yo me mostré firme: el verano se había acabado para todos y, nos gustase o no, —también yo sentía aquella oscuridad viscosa de los últimos días de agosto trepándome por el estómago— no nos quedaba más remedio que reanudar la rutina. No durmió bien, y después de desayunar, Marcela rompió en un llanto manso. Era su última súplica, pero al ver que no conseguía nada, se puso la mochila y se marchó.

Ese día su padre y yo lo pasamos pensando en ella. Nada más llegar, le preguntamo­s qué tal había ido.

—Bien— dijo.

Respiramos tranquilos y nos sentamos a comer. —¿Has aprendido algo nuevo?— le preguntó mi marido. Se quedó pensativa. Luego fijó la vista en la cesta con los panecillos. Tomó uno de ellos y lo mordió: No, dijo. —¿Nada de nada? —quise saber yo.

—No, pero la maestra llevó a una niña al baño y le lavó la boca con jabón —dijo masticando sonorament­e— por algo que dijo. —¿Quién es? —quise saber.

Marcela guardó silencio.

—Se llama Petra —dijo después de unos minutos—. La profesora le lavó la boca y luego la mandó al despacho del director. —¿Petra?, ¿se llama cómo yo? —dije sorprendid­a. Marcela asintió. Tenía aquella mirada dura, como el vidrio. —¿Y qué es lo que dijo para que la profesora le lavara la boca con jabón? ¡Jesús, menudo método!

Pero ella dijo que prefería hablar de otra cosa. Al rato pidió permiso para levantarse y se marchó a su cuarto.

Al día siguiente, nada más llegar a casa, le preguntamo­s si había hecho amiguitos nuevos: no. Si había jugado: no. Si había aprendido algo: no. No había hecho amigos, ni jugado, ni aprendido, pero tenía hambre. Un hambre voraz, ¿qué hay de comer? Ah, y la profesora volvió a castigar a Petra. La miramos intrigados. —Se levantó la falda delante de un niño y luego se bajó las bragas — explicó—. Todos comenzaron a gritar. Me fijé en mi marido al escuchar aquello. Tenía las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado la marca. Desde entonces todo fue Petra. Petra todos los días. Petra arañó a alguien y luego le escupió a la cara. Petra se había arrancado las cejas y las pestañas y las había metido en el cuaderno de un niño, junto a una nota de amor. Petra de pie en el rincón o Petra vete al despacho del director. Y lo peor eran todas esas otras cosas que hacía, que Marcela no podía mencionar "porque eran pecado".

Tres semanas después, mi marido me preguntó si pensaba que el colegio le hacía bien. "La noto esquiva, como… y esa mirada que pone a veces, como si… ¿no te has fijado? Me da miedo". "Bueno", le interrumpí, "es normal que la vuelta cueste, y con esa Petra por ahí. Lo que debería preocuparn­os es esa niña perversa. Resulta increíble cómo educan a algunos niños. ¿No le dirán nada sus padres? ¿Es que el colegio no va a tomar medidas?".

Hasta que ocurrió lo de la excursión.

Por lo visto, ese día Petra se había separado del grupo y estuvo toda la mañana sentada a la orilla del río, sola. Buscaba gusanos, ranas, escarabajo­s y los metía en un frasco de cristal. En el autobús los sacó. Uno a uno los sacaba y, haciendo pinza con el dedo, delante de los otros niños, se los llevaba a la boca. Algunos empezaron a llorar, pero a Petra le dio igual. Se comió también un abejorro azul, explicó Marcela. Lo masticó, y se lo tragó.

—Yo vi cómo aleteaba en su boca — añadió.

Al final del trimestre, la profesora convocó a los padres. Reconozco que a mi marido y a mí lo que más nos seducía de aquella reunión era conocer a los progenitor­es de aquel monstruo llamado Petra. Pero ni apareciero­n por ahí ni se habló del tema. —¿Petra?

La mirada de la maestra al final de la reunión era de sorpresa. Una mezcla de sorpresa y timidez.

—Sí —contestamo­s nosotros—. Debe de haberlo pasado usted muy mal con esa niña cruel. Marcela nos lo ha contado todo. A la profesora le tembló el mentón. Me fijé en una venita que le abultaba en la sien.

—Aquí no hay ninguna niña que se llame así.

Aquella oscuridad conocida, la misma que había sentido al final de verano, comenzó a treparme por el estómago. —Pero en cualquier caso…

En cualquier caso quería hablar con nosotros. No había querido decir nada antes por no preocuparn­os, pero… cómo decir…, dijo titubeante, cómo explicar que desde que comenzó el curso, su hija, nuestra hija...

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