Un par de niños, fiambrerita en mano, se dispone a ir al colegio en los años 50.
A-
mia mundial, parecen ver una oportunidad (quizás también un negocio) en su reconversión digital. La educación exige estar, como se dice, de cuerpo presente porque uno de sus objetivos más importantes es poner a los niños, jóvenes y adolescentes en contacto con los otros, con los diferentes, es decir, arrojarlos a la pluralidad.
La escuela es uno de los pocos lugares, quizás el más importante de ellos, en el que el hijo de un empresario rico puede hacerse amigo del hijo de una cajera migrante que ha huido de la miseria en su país. Se trata de producir el encuentro con quienes hablan otras lenguas, nacieron en otros países, tienen otro nivel económico o han sido educados por sus padres en otras costumbres. Se trata, también en la universidad, de producir el diálogo y la discusión entre diferentes miradas y formas de ver el mundo. La educación no consiste solo en oír al profesor o recibir los apuntes. Lo que se aprende en una escuela –también en una universidad– exige contacto humano, presencia y, a la postre, tiene que ver con la corporalidad. No nos hacemos ciudadanos adultos a solas con los nuestros, a solas con los de nuestra clase social, a solas con las creencias de nuestros padres, a solas con las creencias o religiones de nuestra comunidad. Y por eso no aprendemos todo esto a solas con nuestras pantallas. Para ser adultos libres y críticos son importantes tanto los juegos en los recreos como las discusiones en el bar de la facultad. Porque se trata de conocer otras miradas desde las que poder preguntar, cuestionar y criticar. La nueva normalidad tiene renuncias, pero más vale que no nos adaptemos a ellas con excesiva docilidad. Creo firmemente que la tecnología no nos ahorrará la presencialidad, el contacto y el encuentro físico en la educación sin llevarse también por el camino el principal de sus objetivos, que es nuestra libertad.