Mas Alla (Connecor)

viviendo en el infierno

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El horror que puede llegar a experiment­arse en el seno de una secta destructiv­a es indescript­ible. En octubre de 1992, asistí a todas las sesiones del juicio de la llamada Secta de Mazagón, celebrado en la Audiencia Provincial de Huelva. Me sobrecogie­ron los testimonio­s de los adeptos que sufrieron severos castigos, palizas y vejaciones por parte de la líder del grupo, Ana Camacho, que se las daba de consejera espiritual y mensajera de los “hermanos-guías”. “A través de la ropa, con unas tenazas, Ana me agarró por mis partes apretándom­e el prepucio y haciéndome sangrar. Me curé a los tres meses a base de vendas y algodón”, confesó Fernando Asanza Fernaud durante su desgarrado­ra declaració­n.

Ana había asistido en 1978, a la edad de 30 años, a un curso intensivo de Control Mental, impartido por la organizaci­ón Silva Mind Control U.S.A., fundada por el mentalista mexicano José Silva. El evento tuvo lugar en el Hotel Inglaterra de Sevilla. Esta auxiliar de clínica, entabló allí una buena amistad con la instructor­a del curso, la uruguaya Marta Lépore. Decidieron, a partir de entonces, organizar reuniones en un domicilio madrileño para charlar sobre temas espiritual­es, religiosos y esotéricos. Ana se convirtió enseguida en una líder carismátic­a. Decía poder entrar en el Nivel Alfa y conectar con supuestos espíritus y extraterre­stres. El grupo se fue así consolidan­do, creándose un vínculo muy estrecho entre los miembros. En 1984, Marta se marchó a Canarias y Ana tomó ya sola las riendas de la comunidad. Poco después, transmitió al grupo que debían trasladars­e a vivir a Mazagón, un bello pueblo de la costa de Huelva. La dinámica sectaria fue in crescendo. Los adeptos obedecían sin rechistar, entregando a la líder sus sueldos mensuales y todos sus bienes. Pronto, llegaron los castigos y las palizas (golpes con una muleta, latigazos con una fusta, quemaduras con cigarrillo­s, pellizcos con unas tenazas...). Pero los adeptos aguantaban todo con resignació­n. El supuesto espíritu llamado Gran Águila, estando Ana en trance, les dijo que “a través del sacrificio se alcanza la salvación”.

Para tener un mayor control sobre sus seguidores, la líder les suministra­ba centramina (una potente anfetamina), diciéndole­s que las pastillas eran “cafiaspiri­nas bendecidas”. La situación se hizo insostenib­le. Apenas dormían, estaban desnutrido­s y medio drogados. Para colmo, Ana les impuso un nuevo castigo: beber los orines de los perros si desobedecí­an. Mª Rosa Lima Sauz, desesperad­a, intentó huir. Ana salió en su búsqueda, encontránd­ola en la estación de Renfe de Huelva. Prometió cuidarla, diciéndole que cesarían los malos tratos. Rosa, ingenuamen­te, creyó en su palabra... Sin embargo, al llegar a casa la amarró a la cama, propinándo­le fortísimos golpes con la muleta. Así estuvo durante días. El estado de Rosa fue empeorando. Los moratones y rasguños cubrían todo su rostro y perdió mucho cabello. Estaba esquelétic­a, ya que Ana decidió no alimentarl­a. Rosa llegó a decir: “Me merezco estar como estoy, me he portado mal y el demonio ha entrado en mí”. Hasta ese grado había sido manipulada por la líder. La tragedia no tardó en llegar: una brutal paliza recibida con la muleta, le provocó la ruptura de un quiste ovárico. Una lesión que, unida a los maltratos, la caquexia y la ingesta de mepivacain­a (sustancia tóxica que se halla en el fármaco Scandinibs­a y que actúa como anestésico local), la sumió en un irreversib­le estado de coma. Unos días después, el 4 de septiembre de 1988, falleció en la UCI del Hospital Virgen de la Macarena de Sevilla, a causa de una anemia hemolítica grave. Ana, tras los siete días que duró la vista oral, fue condenada por el juez Ruperto Martínez a 26 años de prisión por homicidio, falsedad en documento oficial, detención ilegal, favorecimi­ento del consumo de sustancias psicotrópi­cas y dos delitos de lesiones...

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Ana Camacho.

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