Mía

Una tragedia griega

“O naces artista o no. Y sigues siéndolo aunque tu voz no sean fuegos artificial­es”.

- por ÁLEX IZQUIERDO

La Callas, como cualquier mujer poderosa, ha pasado a la historia como muchas cosas, según quién la describa. Como Medea. A veces despiadada y arrogante, otras frágil, amargada y consumida por su propia desdicha. “Ni soy un ángel ni pretendo serlo. Ese no es uno de mis papeles. Pero tampoco soy el diablo. Solo soy una mujer y una artista profesiona­l, y como tal me gustaría que me juzgasen”, dijo ella. El tiempo la ha coronado definitiva­mente como heroína -y también víctima-, pero ya en vida fue un fenómeno social sin precedente­s; no solo por cómo entonaba sino por cómo interpreta­ba, especialme­nte la angustia y el dolor, en el escenario. Una actuación para la que venía preparada.

Maria Anna Sofia Cecilia Kalogeropo­ulos nació el 2 de diciembre de 1923 en Nueva York, pero conoció a su madre cuatro días después, cuando esta se recuperó del disgusto de haber tenido una niña y no un chico. Según interpretó Callas, acabó ejerciendo de madre porque era su deber, pero sin interesarl­e formar ningún tipo de vínculo. La soprano se recordaba triste e ignorada durante su niñez y su adolescenc­ia, siempre a la sombra de su hermana la delgada, la niña bonita. Jackie tenía que llamarse; qué canalla es el destino. Sin embargo, fue su madre la que explotó -según ella, literalmen­te- un don que ni siquiera le parecía para tanto. “Nunca le perdonaré haberme arrebatado mi infancia. Cuando tenía que estar jugando o creciendo, estaba cantando o haciendo dinero”. En cuanto tuvo el suficiente, eso sí, la artista le cortó el grifo y no se arrepintió de ello. Quizá (años después) debería haber sido tan decidida y radical con Onassis como lo fue con su madre. Toda la seguridad que tenía ‘La divina’ en su carrera le faltaba a Maria, la mujer. No le importaba que dijesen que, de ambiciosa que era, rozaba lo déspota: “A veces, si no te enfadas, no consigues nada”, dijo una vez. En cambio, sí que le afectaba lo que pensasen de su físico, hasta para, cuenta la leyenda, tragarse una tenia para que le devorase los 36 kilos que adelgazó. Y, aunque estaba casada con un melómano, fue Aristótele­s Onassis, a quien ni siquiera le gustaba la ópera, el hombre por el que quiso dejar de saberlo y controlarl­o todo. Ya no le interesaba ser la mejor; quería probar a ser, por primera vez, solo una mujer amada. El resto de la historia se sabe o se intuye de sobra. Onassis la dejó para casarse con otra Jackie, pero esta vez, una Kennedy, y ella no pudo ya sustituirl­o con ningún teatro. No hay forma más devastador­a de decirlo que como lo hizo ella: “Primero perdí mi peso, después perdí mi voz y luego perdí a Onassis”. Murió confinada en su casa, muchos dicen que de pena, presa de su propia tragedia griega.

“Siempre seré tan difícil como me sea posible para conseguir lo mejor”.

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