Motor Clásico

Manivela de arranque

- por Jesús Bonilla

Fernando, Jesús, levantaros. Papá ya está bajando las maletas». Eran las cinco de la madrugada. Nos íbamos de vacaciones a Málaga. Como cada vez que salíamos de viaje, no faltó la discusión entre ellos a la hora de cargar el equipaje. Ya no había hueco en el maletero del 850. «No sé dónde vamos a meter tanta bolsa —decía mi padre mientras aplastaba una contra otra—. ¿Y la neverita? Tendrá que ir detrás, a los pies de los niños». Yo había cogido unos comics del Capitán Trueno. A mi hermano, de cuatro años, supongo que le darían algunos de los cochecitos de Guisval que teníamos para que se entretuvie­ra.

A esa hora, todavía de noche, la M30 iba despejada. A mi padre le gustaba salir temprano, tratando de que fuésemos durmiendo y no molestásem­os. Además, aquel primero de agosto ya hacía bastante calor. Hasta media mañana, yendo con la ventanilla bajada, era soportable. Había vendido el 127 azul Lago que compró nuevo en 1973 y ahora teníamos «otro» 850 4 puertas de segunda o tercera mano, blanco, con bastantes kilómetros. Decía que quería un 1430. Y lo cumplió. Un día apareció con un FU 1800, rojo, impresiona­nte… ¡un cochazo! Aunque duró poco porque gastaba demasiado.

No sé dónde me desperté. Ya había salido el sol. Fernandito seguía dormido, hecho un ovillo en el asiento. Supongo que una patada suya me desveló. Llevaríamo­s poco más de un cuarto del viaje. Mi madre daba alguna cabezada y se espabilaba cuando sentía la sacudida del cuello, o nos escuchaba. «Estaros quietos. A ver si va a dar papá un volantazo. Sentaros bien que está ahí la guardia civil». Tan pronto como empezamos a ponernos insoportab­les, nos detuvimos en una estación de servicio. Mientras mi padre repostaba gasolina y echaba un cigarrillo (¡), mi madre sacó la tartera y nos preparó un bocadillo de tortilla de patatas hecha la noche anterior.

Me gustaba observar a mi padre conducir y lo emulaba desde el asiento trasero. Para adelantar, veía cómo sacaba un poco el coche al otro carril, miraba, reducía a segunda y se lanzaba. Tercera y cuarta otra vez: hasta los 100-110 km/h según la aguja del marcador. De vez en cuando, veía con envidia cómo hacían eso mismo con nosotros un R12, un 124 y otros grandes coches que aún no distinguía.

Las últimas curvas de Despeñaper­ros las tomó más deprisa de lo normal, ante el enfurruñam­iento de mi madre. Tan pronto como pudo, volvió a parar, en el arcén. Salió, se tiró al suelo, revisó algo debajo del coche y volvió a entrar. «Tengo que mirar los frenos cuando lleguemos…».

Nos plantamos en Torremolin­os al mediodía, después de nueve o diez horas y el último tramo llegando a Málaga, la famosa Cuesta de la Reina. Por supuesto, nos perdimos dentro del pueblo. Pero después de la consiguien­te riña entre ellos, preguntand­o a varias personas dimos con la casa donde nos esperaban mis primos, que habían llegado un día antes con su R8 TS. ¡Qué tiempos! mc

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