Una crisis de liderazgo
a última debacle del Barça vino a romper una racha de victorias en la Liga que había alimentado la ilusión por conquistar la Supercopa. Era imprescindible volver a los títulos. Pero a la hora de la verdad un equipo desmotivado cayó ante un rival con fe y convicción en su desempeño y también, en parte, por culpa de un árbitro (el execrable Gil Manzano) que favoreció siempre el fútbol macarra del infractor.
Si en toda final hay que ofrecer un plus de rendimiento, en La Cartuja los de Koeman ofrecieron lo contrario, con fallos colectivos e individuales. Vamos, como en Cádiz, Vitoria, Wanda y en casa ante Eibar, que costaron un montón de puntos en la Liga, por no remontarnos a Lisboa o Liverpool. Pasan los entrenadores y el equipo reincide en fallos de cuarta regional, como ocurrió en primer empate al minuto del 1-0 o en el segundo, a un minuto del final, tras una falta tan mal defendida como innecesaria, que ya había costado poco antes un gol, anulado por el VAR.
El Barça no estaba bien mentalizado para jugar esa final. Koeman no excita ni motiva, tanto como pueden hacerlo un Guardiola oun Klopp, por ejemplo. Y Messi tampoco es en el campo un capitán tipo Puyol, que corrige y ordena. En el tiempo previo a la prórroga, mientras los vascos cargaban energías e ilusión en un corro, los azulgrana, brazos en jarras, ponían cara mustia de estar esperando en la parada de autobús.
Triste y sin rumbo, el Barça perdió la final de la Supercopa tras un primer tiempo impresentable, un segundo con ligera mejoría y una prórroga de nervios e impotencia. Con crisis aguda de liderazgo, tantos y tan graves errores le abocaron al fracaso
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