Cuando éramos inocentes
o hace poco, tan solo hace unos meses, cuando esperábamos ansiosos que se pasara el 2019 y llegara el capicúa del 2020, éramos unos inocentes. El mundo entero lo era. En todos los aspectos de la vida. Los periodistas deportivos, por ejemplo, rebuscaban palabras para titular sus crónicas sobre el Barça que estaban llenas de dramatismo, en el tono general instalado y aplicado desde que el equipo dejó de jugar como en sus mejores años, y el mundo parecía feliz. Y un triunfo apurado en el extranjero era propicio para definirlo con una frase lapidaria: “El Barça sobrevive en Praga”. Y un empate laborioso era pincelado con “El Barça evita el naufragio”. Y una dura derrota fácilmente llevaba el título de “El Barça elige el abismo”. Y si un día Messi estaba espeso entonces hablábamos de “La soledad de Messi”. Éramos inocentes. Eran palabras fuertes que ahora se desnudan en su auténtica definición. Hoy descubrimos que sobrevivir de verdad es lo que intentan miles de personas en un hospital. Que el abismo está justo delante de nosotros camuflado en un virus maldito.
Y la soledad es otra cosa bien diferente, y se encuentra en las imágenes en las que el Papa aparece ofreciendo su bendición en una plaza vacía de feligreses. Y la soledad es el epitafio que se llevan esos fallecidos a los que ni sus propios familiares han podido enterrar.
Pero confieso que prefería leer ese tipo de supervivencia, naufragio, abismo y soledad deportivas, en lugar de vivir la verdadera dimensión de esas palabras, reflejadas en las crónicas diarias de la vida que vivimos hoy H