Qué tiempo tan feliz...
Hoy esta crónica lleva tintes de nostalgia, porque esa serie especial de recuerdos del viejo Atotxa cerrado hace veinticinco años y que hemos podido seguir día a día en este periódico, ha servido para poner a flor de piel muchos momentos inolvidables del escenario en que nos hicimos apasionados de nuestro club de fútbol. Algunos veníamos de Hernani, otros de otros muchos pueblos de la provincia y nos uníamos a los de la capital para entrar en la lata de sardinas que parecían, por ejemplo, las zonas traseras de las porterías. Las puertas 2 y 7 de Atotxa, fábrica de Mujika o Mercado de frutas, nos colocaban más cerca, casi en el campo, donde se podían hasta mantener conversaciones con los futbolistas o los linieres. Todos de pie y bien apretaditos para poder entrar.
Mediada la tarde de los domingos, siempre a la misma hora, otra de las claves de la fidelidad al club, la cita era ineludible y daba igual que las condiciones para disfrutar de los partidos fueran aquellas en las que muchas veces no tenías ni opción de ver el campo si te tocaba delante un cuerpo de armario o cuando la avalancha te llevaba casi a confundirte con el portero de la Real o del equipo contrario. Todos corríamos en cuanto abrían las puertas para poder apoyarnos en aquellas barreras azules distribuidas por la grada, que nos servían de freno para las avalanchas continuas en cualquier jugada de peligro en el área que teníamos delante. Cómo sufrían los guardametas en Atotxa, estábamos tan cerca que también el seguidor realista era partícipe del partido. Buyo, por citar uno, fue de los que más tuvo que soportar la incomodidad de las porterías de Atotxa, para eso era el portero del Real Madrid que siempre nos ganaba. Hoy ya los campos son de otra manera y los futbolistas viven dentro de sus burbujas.
En Atotxa se llegaron a jugar partidos con la gente sentada al borde de las línea de banda, delante del pequeño pretil que separaba de las gradas. Servidor transmitía los partidos desde una caseta situada encima de la grada central cuyo acceso era como subir al Everest y había que centrar las patas
Subir a las casetas de radio era como subir al Everest
de las sillas antes de sentarte, para evitar colocarlas en las amplias ranuras entre las tablas del suelo, desde donde veíamos las cabezas de los aficionados que seguían abajo los partidos. Y no digamos si te entraban ganas de orinar, porque al final de la escalera, a la vista de todos teníamos un urinario al que acompañaban con mofas vecinos de los edificios del Paseo Duque de Mandas cuando nos veían en acción. Hoy en día lo piensas y parece un cuento imposible, pero tenía un sabor tan especial que nunca podremos olvidar el viejo Atotxa.
Recuerdo entrevistas con autoridades del momento que aseguraban que en el campo nos metíamos el doble de personas de las que se permitían legalmente, pero daba igual, era nuestra adrenalina de cada semana, y muchos también íbamos a ver al Sanse que jugaba en el mismo campo. A mi izquierda en la grada de Mujika el “Marcador simultáneo Dardo de Primera División”, con el recorte del periódico a mano para saber qué casilla era de cada partido. Hasta que el empleado no ponía la flecha negra los partidos no estaban acabados y podíamos saber qué equipo marcaba, si había penalti, cuándo se llegaba al descanso... Todo lo organizaban en conexión telefónica de las de entonces entre campos. Era difícil a veces escuchar bien la señal y así pasó en Zorrilla cuando la Real marcó el gol de Gijón y en medio del bullicio el empleado entendió que era gol del Sporting y puso el 3-1 en lugar del 2-2 y algunos como Juanito celebraban la Liga para el Madrid de rodillas camino del vestuario... Todo tenía su encanto.
El trabajo en el interior del campo era otra cosa única. Reunidos como champiñones aguardábamos los periodistas a que el entrenador de turno abriera la puerta de su vestuario e hiciera allí mismo sus declaraciones. Las atenciones, de todas formas eran al máximo de lo posible, incluidas las botellas de cognac y anís con las que Pedro, Varela y demás txapelas nos recibían para entrar en calor antes de ponernos al trabajo. Todo un ir y venir en que se mezclaban jugadores con periodistas, árbitros y empleados en un pasillo tan estrecho que o ibas o venías, imposible circular a la vez en las dos direcciones.
Hoy en día todo es diferente, pero insisto en que las incomodidades de Atotxa eran más que aceptadas y hoy daríamos lo que fuera por tener aquel ambiente tan recogido y entrañable, por mucho que vayamos a poder disfrutar también de un campo de quinta dimensión en Anoeta