La Real tiene un campazo

Llevaba 25 años esperando escribir esto. La Real tiene un gran campo de fútbol, un extraordinario coliseo donde por fin podrá existir una perfecta comunión entre el equipo y su alma y corazón, la afición. Queda un cuarto del mismo por hacer, un fondo por derribar y levantar, deben resolver los problemas de visibilidad de los ocupantes de las primeras filas y los colapsos en bares, excusados y accesos, pero esto es otra cosa. La Real por fin tiene una olla a presión, una bombonera y unos cientos de seguidores, ahora unidos, dispuestos a dejarse la garganta. Fue impactante para la inmensa mayoría la primera visión del campo desde la nueva ubicación, con el anillo inferior 10 metros más adelante, el fondo sur casi pegado a la portería y una colección de asientos azules relucientes esperando albergar a la ilusionada parroquia. Cuando primero la grada sur y luego todo el estadio empezaron a rugir fue imposible no acordarse de Aitor Zabaleta y otros aficionados que no han podido llegar a ver semejante obra en tan breve espacio de tiempo, pero también de personajes como Olaverri o

Loïc, que hicieron todo lo posible para que no llegase un día como el del sábado y lo retrasaron todo lo que pudieron por intereses no del todo conocidos, con 27.000 guipuzcoanos exultantes al inaugurar su nueva casa. ¿Qué pensarían? Ha habido que esperar un cuarto de siglo, 25 años de infamia con unas inútiles pistas de atletismo impuestas por las autoridades competentes sin que nadie hiciera nada, no se pidiesen responsabilidades y casi nadie se rebelase. ¿Qué habría sucedido, por ejemplo, sin la sordina de las ocho pistas de atletismo en la Liga 2002/03 en la que la Real rozó el título? Lo que vimos el sábado hace más sangrante lo sucedido en los cinco últimos lustros