Mundo Deportivo (Gipuzkoa)

El día que casi pierde la vida en el Himalaya

➔ En el descenso del Kangchenju­nga sufrió una gran pájara, llegando a pedir que la abandonase­n allí

- Celes Piedrabuen­a

intentando subir al Everest y no hay nadie por el coronaviru­s, pero si se pudiera habría hasta 500 personas que quieran subir la cumbre del Everest. Igual se ha quitado un poco de romanticis­mo y misticismo al asunto.

¿Tanta era la diferencia entre la demanda actual al Everest y la de su época?

Mira, en el 2001 se llegaría a cien cumbres en la temporada de escalada al Everest. Cuando volví al Everest en el 2011 ya vi el cambio. Se empezaba a comerciali­zar y se estaba convirtien­do en un turismo de montaña.

Es el eterno debate, hay quien dirá que todo el mundo tiene derecho a ir.

Dices bien, es que poner limitacion­es no es fácil y menos a un gobierno (el de Nepal) que ingresa grandes cantidades de dinero por cada persona que asciende al Everest (el permiso por persona cuesta unos 10.000 dólares).

¿Qué sintió el 17 de mayo de 2010, cuando completó los catorce picos más altos del planeta?

Por un lado alegría y satisfacci­ón, estaba feliz de haberlo conseguido, pero a la vez también te sientes un poco vacía, ya que me había dedicado a ello más de diez años, a escalar montañas de 8.000 metros. La lista se había terminado. Si al llegar al campamento base después de hacer la cumbre me hubieran dicho que quedaban dos ochomiles ya me hubieran hecho un favor.

Pero siempre quedará para la historia su nombre y apellidos como la primera mujer en lograr la gesta de coronar los 14 picos más altos. Seguro que ya se lo ha explicado a su hijo (Max) y en unos años hablarán de ello.

Imagínate, mis nietos dirán, mira era mi abuela, qué gracioso. Lo que más me llama la atención de este tema es que, pese a ser un deporte tan minoritari­o, son muchas las cartas que recibo de niños de cualquier colegio de España y me alucina. Niños que cuando yo acabé no habían nacido, y es entonces cuando te das cuenta que estás en la historia, porque hay niños que hacen trabajos sobre ti. Sin duda es un motivo de satisfacci­ón, pero también ves lo vieja que me he hecho. Y que pase esto está muy bien, que reciba las cartas no sólo de niños del País Vasco, sino de Andalucía o Galicia, y de profesores que me piden que les mande un vídeo.

De todas las cartas recibidas, ¿alguna muy especial?

Recuerdo una experienci­a que viví el año pasado. Estaba paseando en Ordesa y se me acercó un padre con su hija. La niña casi se muere y es que se llamaba como yo. Sus padres le habían puesto Edurne por mí. Qué fuerte.

Quién sabe, quizás tiene en Max a un nuevo y osado himalayali­sta. ¿Le gustaría?

Ni pensarlo. Ahora tiene tres años. Si le gusta la montaña le voy a enseñar y le enseñaré todo lo que sé, pero si me dice que quiere ir al Himalaya o hacer un 8.000 voy a pasar mucho miedo y sufriré mucho. Cuando yo iba mis padres en aquel entonces no sabían lo grande que era aquello y lo que supone. Yo sí que lo sé y por eso me daría miedo ● ➔ El alpinismo es un deporte de riesgo y los alpinistas lo saben y lo asumen, siendo consciente­s de que por más preparado que se esté la montaña siempre tiene la última palabra. En ella los errores se pagan muy caros, a veces con la vida. Los pies de la aventurera de Tolosa así lo atestiguan con la falta de dos de sus dedos tras las congelacio­nes sufridas en la bajada del K2 (2004), pero mucho peor pudo ser en el 2009, en el Kangchenju­nga (8.598 metros), en cuyo descenso casi pierde la vida. De hecho, rendida, agotada, vacía, pidió a sus compañeros que la dejaran ahí, que la abandonara­n a su suerte.

“Al final se complicó todo y si no llega a ser por mis compañeros no hubiera llegado al campamento base”, recuerda. “Hicimos cumbre –estuvieron más de 21 horas por encima de los 8.000 metros– y estábamos bien, pero no me hidraté lo suficiente, me dejé ir, ya nos habíamos relajado”. Todo el equipo, Edurne, junto a Alex Txikon, Asier Izaguirre, Nacho Orbi y Ferran Latorre empezaron a bajar, pero al llegar al campamento 3, a 7.700 metros, la de Tolosa no iba bien. “Recuerdo que no era capaz de dar ni dos pasos. Mi cuerpo se fundió. Me quedé sin gasolina y te abandonas. Les dices a tus compañeros que te dejen ahí. Ellos me decían venga, muévete, piensa en tu familia, pero yo les decía que no, que me dejaran”, repasa mentalment­e. Hasta que sus compañeros de cordada, viendo que no había forma de animarla, llamaron a su madre. ¡Suerte del GPS!, y reaccionó. “Me pegó una gran bronca por teléfono y me dijo que no fuera egoísta”. Y se levantó.

Entre todos se la cargaron a la chepa y la bajaron a lo largo de dos días interminab­les, cuando lo normal es completar el descenso en ocho horas. Llegó al campamento base con síntomas de congelació­n, pero se recuperó bien. “Les debo la vida a ellos”, asegura.

De todo en la vida se aprende, más de una situación extrema, y la vasca (46 años) aprendió que “no nos podemos relajar hasta el final. Hicimos la cumbre. Dimos toda nuestra energía y cuando empiezas a bajar lo único que quieres es llegar al campamento base y no estás tan atento como siempre, te dejas un poco. Aprendí que las expedicion­es no terminan hasta que llegan abajo”, finaliza ●

SIN FUERZAS ”Les debo la vida a ellos”, recuerda de sus compañeros

LA VOZ DE SU MADRE “Me pegó una gran bronca por teléfono”, y reaccionó

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