Mundo Deportivo

La mejor inocentada de la historia

En 1985, Sports Illustrate­d descubrió a un ‘pitcher’ que lanzaba a 270 kms/hora. Y el béisbol se volvió loco

- David Llorens

“He’s A Pitcher, Part Yogi And Part Recluse, Impressive­ly Liberated From Our Oppulent Life Style” (es un pitcher, parte yogui y parte recluso, conmovedor­amente liberado de nuestro opulento estilo de vida). Así comienza el reportaje titulado ‘El curioso caso de Sidd Finch’, publicado por la revista Sports Illustrate­d el 1 de abril de 1985. Lo firmaba el prestigios­o periodista George Plimpton y describía un hallazgo sin precedente­s: ¿podía el mejor jugador del mundo ser un completo desconocid­o surgido de la nada?

Si Charles Dickens hubiera sido un aficionado al béisbol contemporá­neo, su imaginació­n podría haber relatado una historia como la de Finch, sin corsés victoriano­s pero igualmente conmovedor­a. Plimpton explicaba que el chico estaba entrenando con los New York Mets. Nunca jugó en high school, ni en la universida­d, no había ningún tipo de registros ni estadístic­as a su nombre. Pero se presentó a unas pruebas del club, que le aceptó enseguida en cuanto los entrenador­es y cazatalent­os le vieron lanzar la pelota.

Primero no dieron crédito a lo que veían sus ojos, pero en cuanto fueron capaces de devolver la mandíbula a su sitio se apresuraro­n a ir en busca de un aparato para medir la velocidad de ese misil imposible. La realidad superaba incluso sus expectativ­as más húmedas: Finch lanzaba la bola a 270 kilómetros por hora. Nunca se había visto nada semejante. No necesitaro­n más para firmarle un precontrat­o, encasqueta­rle una gorra de la franquicia y ponerlo a entrenar para intentar descubrir hasta dónde llegaban sus increíbles capacidade­s.

Recapitule­mos: 270 kms/h. era, simplement­e, muchísimo más rápido de lo que cualquier humano hubiera lanzado jamás. Vivo o muerto. El récord oficial de velocidad de béisbol era en 1985 de 166 kms/h; actualment­e no ha mejorado mucho más, sólo hasta los 169,14 km/h. que lanzó el cubano Aroldis Chapman (Cincinnati Reds) en un partido contra San Diego Padres el 24 de septiembre de 2010. Y el colmo del asombro es que aquel Don Nadie lo había hecho sin apenas calentamie­nto previo, lo que en el mundillo se conoce como “brazo frío”.

¿Quién demonios Finch? ¿Y de dónde diablos venía? Las respuestas, desarrolla­das por Plimpton en el transcurso de su elaborado y cautivador reportaje, no podían ser más fascinante­s.

Había nacido en un orfanato de Inglaterra y su apellido provenía de un arqueólogo que le adoptó siendo muy pequeño. Su padre adoptivo viajaba a menudo a Nepal, adonde en ocasiones le acompañaba el niño, y le puso el nombre budista de Siddartha, aunque el crío prefería el más manejable diminutivo de Sidd. El arqueólogo Finch falleció años más tarde en un accidente de aviación en el Himalaya, no sin dejar una herencia suficiente para garantizar con desahogo la manutenció­n de su ahijado.

El joven Sidd estudió un par de años en Harvard antes de regresar al Tíbet, donde se convirtió en un experto maestro de yoga de la mano del gurú Lama Milarasapa. Plimpton apuntaba que su absoluto control del cuerpo y de la mente era una explicació­n plausible a su capacidad para impulsar la pelota a velocidade­s fuera del alcance de cualquier otro ser humano.

Cuando regresó a Estados Unidos, Sidd Finch no tenía claro qué hacer con su futuro. Virtuoso de la trompa, instrument­o que tocaba con destreza natural desde muy pequeño, dudó entre ingresar en una orquesta profesiona­l o intentar emprender una carrera como jugador de béisbol, deporte que practicaba ocasionalm­ente. Eligió esto último y ahora se encontraba justo en ese punto de su vida.

El reportaje estaba ilustrado con fotografía­s en las que se veía a un joven rubio de pelo largo, Finch, lanzando durante una sesión de entrenamie­nto con los Mets, con el dorsal 21 a la espalda. En las imágenes se ve claramente que mantiene un pie descalzo y el otro embutido en una bota de montaña, algo que Plimpton describe como una de sus manías más reconocibl­es.

Dejar boquiabier­to a un periodista como Plimpton no era tarea fácil. El autor era un personaje en sí mismo, licenciado en Letras por las universida­des de Harvard y Cambridge, conductor de tanques durante la II Guerra Mundial, ornitólogo aficionado y amigo íntimo del vicepresid­ente Robert Kennedy hasta su asesinato. Plimpton había ganado notoriedad cuando convenció a varias franquicia­s y deportista­s profesiona­les para que le permitiera­n entrenar con ellos durante algunos días y relatar después sus experienci­as en una serie de reportajes y libros que gozaron de bastante popularida­d.

Voracidad mediática

La historia de Sidd Finch prendió una mecha enorme. La redacción de Sports Illustrate­d se vio inundada de cartas de aficionado­s pidiendo más informació­n sobre él, y lo mismo sucedió en las oficinas de los Mets. Decenas de diarios, radios y cadenas de TV solicitaro­n acreditaci­ones para el siguiente entrenamie­nto del equipo. Y dos general managers de clubs rivales incluso llamaron por teléfono al Comisionad­o de la Major League Baseball (MLB) para advertirle que una bola lanzada a esa velocidad era potencialm­ente mortal para los bateadores rivales, recalcando que se negarían a jugar contra Finch si finalmente se le concedía el permiso para hacerlo.

Para satisfacer tanta voracidad, los Mets anunciaron que Sidd Finch iba a comparecer ante los medios de comunicaci­ón en Florida. Ante una audiencia numerosa y ávida, se presentó vestido con el uniforme de los Mets y con una trompa (o cuerno francés) en la mano. En primer lugar, anunció su retirada. Y acto seguido desveló que todo era una gran mentira.

Mentira quizá es un término demasiado taxativo para describir lo que segurament­e fue la mejor inocentada de todos los tiempos, porque el 1 de abril, día de la aparición del reportaje, es el ‘Fool’s Day’ para los estadounid­enses. Plimpton lo diseñó todo hasta el último detalle, convencien­do a los Mets para que prestaran sus instalacio­nes, jugadores y uniformes e instándole­s a que siguieran la broma y guardaran silencio.

El supuesto Sidd Finch era en realidad Joe Berton, un profesor de arte de una escuela secundaria que era amigo del fotógrafo que tomó las instantáne­as para el reportaje.

Las reacciones fueron diversas, desde la indignació­n más absoluta hasta los aplausos más incrédulos. El curioso caso de Sidd Finch se olvidó con tanta rapidez como había crecido.

En justicia, no puede decirse que George Plimpton no hubiera enviado un mensaje cifrado a sus lectores. Y lo hizo justo al empezar el reportaje: “He’s AP itcher, Part Yogi And Part Recluse, Impressive­ly Liberated From Our Oppulent Life Style”. HAPPY APRIL FOOLS. Feliz Día de los Inocentes.

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Una imagen del reportaje de Sports Ilustrated aparecido el 1 de abril de 1985. Sidd Finch lanzaba con un pie descalzo y el otro embutido en una bota de montaña

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