El gran valor del Mundial es ganar la Champions
La estela del Mundial de Clubs se desvanece entre las críticas a su modelo de competición y las loas contenidas a un Real Madrid que ha conquistado tres consecutivos, tantos como Champions de un tirón. Precisamente ese, haber ganado la Champions, y no otro, es el gran valor del trofeo organizado por la FIFA en el que intervienen los clubes campeones de todas las Confederaciones.
A la espera de saber cómo, dónde y quiénes jugarán esta competición los próximos años, el análisis crítico al pasado más reciente se ve turbado por la eliminación de Ríver Plate. Al fin y al cabo, a pesar de la ampliación a los campeones de todas las Confederaciones, lo que siempre ha pretendido la FIFA es que la final la jueguen el campeón de la Champions contra el campeón de la Libertadores y que en su punto culminante el torneo se disfrace en la Copa Intercontinental de toda la vida.
El patinazo de los ’gallinas’ y la puesta en escena en la final del Al Ain, ni siquiera era uno de los campeones, sino el club invitado por su papel de anfitrión, ha cuestionado la cotización real del título conseguido por el Madrid, pero al final, se quiera o no, se le conceda el valor que cada cual quiera, el palmarés señala que los blancos han vuelto a sumar otro galardón internacional en su amplío palmarés y que lo han conseguido porque en su momento fueron campeones de Europa en Kiev. Ahí, en esa final contra el Liverpool, en el oportunismo de Benzema para cazar el error de Karius y en la chilena fantástica de Bale se encierra el mérito de este Mundial que luce cuando se tiene entre las manos pero no deslumbra como realmente tendría que ser.
Ni el madridista más simple y acomodado en la exigencia está entusiasmado con el juego de su equipo en este Mundial, ni tampoco en lo que va de temporada, aunque el consuelo de los títulos encadenados uno tras otro le permite sacar pecho y pasear el asunto con una mezcla entre orgullo vikingo y resignación cristiana.
Tampoco al antimadridista más recalcitrante le quedan muchos argumentos para no aceptar que este Real Madrid de finales de la segunda década del siglo XXI ya se ha convertido en un equipo de época, en una dinastía capaz de hilvanar tres Champions y tres Mundiales de clubes desde una interpretación muy sui generis en la que lo que lo más importante es el fin sin perder el tiempo en los medios. Esa teoría que ya he utilizado en alguna ocasión en estas crónicas desde la Puerta del Sol: el Real Madrid, primero gana y luego se pregunta cómo gana.
Mientras, el madridismo pasa las fiestas y despide otro año en paz. Sin más complicaciones. Se compara con el Real Madrid en blanco y negro de las cinco Copas de Europa consecutivas (1955-60); con el Ajax de Cruyff y sus tres Copas de Europa seguidas (1971, 72 y 73) y con el Bayern de Beckenbauer y sus otras tres Copas de Europa del tirón (1974, 75 y 76), pero que en su debe sólo encontraron en su camino el premio de una Copa Intercontinental cada uno, por los tres Mundiales del actual equipo.
Ahora, desde el buen sabor de la victoria, no estaría de más que Solari consiguiera en este mes de enero de locura que de una vez por todas su equipo comience a ser más o menos identificable y nos saque de la duda de a qué juega realmente. Falta por ver y saber si su plan pasa por la posesión y el ataque posicional, o por el repliegue en su campo y el contraataque. Dos estilos bien distintos pero iguales de respetables que, además, por poder se pueden hasta mezclar y el resultado sería hasta interesante.
Quizás por ahí vayan los tiros. O al menos quieran ir. La realidad es que a estas alturas, dos meses después de su llegada al banquillo, futbolísticamente, desde el punto de vista estrictamente del juego, un servidor todavía no sabe si este Madrid de Solari es carne o pescado. De momento es un híbrido que ha ganado el Mundial de clubes y se mantiene vivo en el resto de competiciones que disputa